Title: Muérete ¡y verás...!
Comedia en cuatro actos
Author: Manuel Bretón de los Herreros
Release date: November 14, 2025 [eBook #77235]
Language: Spanish
Original publication: Madrid: Imprenta de Yenes, 1840
Credits: Produced by Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/University of North Carolina at Chapel Hill.)
Índice:
Personas • Acto primero: La despedida • Acto segundo: La muerte • Acto tercero: El entierro • Acto cuarto: La resurrección.
Nota de transcripción
p. 1
MUÉRETE ¡Y VERÁS...!
COMEDIA EN CUATRO ACTOS
POR
Don Manuel Bretón de los Herreros.
SEGUNDA EDICIÓN.
MADRID:
EN LA IMPRENTA DE YENES,
CALLE DE SEGOVIA, NÚM. 6.
—
1840
p. 2
Un ciego. — Una ciega. — Guardias nacionales. — Hombres y mujeres de duelo. — Damas y caballeros convidados. — Pueblo.
La escena es en Zaragoza.
Esta comedia es propiedad legítima del Editor, quien perseguirá ante la ley al que la reimprima.
p. 3
LA DESPEDIDA.
Calle. Un café en el foro con puerta vidriera.
Durante esta escena atraviesan de un lado a otro del teatro algunos milicianos nacionales equipados como de camino, y gentes del pueblo que se supone van a ver salir la tropa.
Don Antonio, don Lupercio, don Mariano. (Saliendo del café).
Antonio.
Salgamos, Lupercio, a ver
lo que pasa por la calle.
Lupercio.
Ya transita poca gente.
Mariano.
Como por aquí no sale
la columna...
Lupercio.
Quiera Dios
que a los facciosos alcancen
y los destruyan.
Antonio.
¿Qué fuerza
va a marchar?
Lupercio.
Dos mil infantes
y ciento veinte caballos.
Mariano.
¿Cuántos son los nacionales
movilizados?
Lupercio.
Mil hombres
que en vivos deseos arden
de purgar el noble suelo
aragonés de esa infame
canalla.
Mariano.
Vamos al Coso,
p. 4que ya es regular que marchen
en breve.
Antonio.
No tengas prisa.
Cuando están los oficiales
tan despacio en el café...
Lupercio.
Sí. Ahí quedan don Pablo Yagüe
y don Matías Calanda;
pero este es un botarate
que cuando está en una broma
no oye cajas ni timbales,
y don Pablo embelesado
en los ojos de su amable
Jacinta...
Antonio.
Pues malas lenguas
dicen que el otro compadre
gusta también de la niña,
y si puede desbancarle...
Lupercio.
Por ahora es el preferido
don Pablo. Más adelante,
no diré... Porque en mujeres
no hay que fiar, y el carácter
de Jacinta es en mi juicio
más veleidoso que el aire.
Mariano.
Sin embargo, tiene mil
apasionados, y nadie
piensa en Isabel, su hermana,
aunque yo creo que vale
mucho más.
Antonio.
Mal gusto tienes.
Ella podrá ser un ángel,
mas ¡tan callada!...
Mariano.
Es modestia.
Antonio.
Sosería. Aquel donaire
de Jacinta, aquel mirar,
aquel despejo, aquel talle...
Mariano.
No es menos bella Isabel,
pero desconoce el arte
de coquetear y fingir.
Si yo hubiera de casarme
con alguna de las dos...
Antonio.
Eh, no digas disparates.
Lupercio.
Filósofo estás, Mariano.
p. 5Antonio.
Perdió anoche dos mil reales
al ecarté, y no me admiro...
Mariano.
No reprobará el enlace
de su hermana don Froilán,
pues sufre que la acompañe
don Pablo, y la dé convites...
Lupercio.
Como en ellos tenga parte,
no haya miedo que por eso
se incomode. Es el más grande
egoísta...
Antonio.
Es un amigo,
y no debo criticarle;
mas por no mover un brazo,
morir dejara a su padre
si lo tuviera.
Lupercio.
Y en todo
ve peligros y desastres.
¡Qué agorero! Otra campana
de Velilla.
Antonio.
Eso lo hace
para excusar su egoísmo.
Ya se ve, cuando a los males
no hay remedio, es excusado
que los médicos se cansen.
Mariano.
¡Antonio! Ten caridad.
Y nosotros, paseantes
y ociosos de profesión,
¿qué hacemos en este valle
de lágrimas?
Antonio.
¡Eh!... Nosotros,
aunque somos holgazanes,
servimos de algo en el mundo.
Acreditamos a un sastre,
alegramos las tertulias,
sostenemos los billares,
y brindamos en la fonda
por las patrias libertades.
Lupercio.
A propósito. ¿Estarán
almorzando hasta la tarde?
Pero ya sale don Pablo.
Los mismos, don Pablo (con uniforme de teniente de nacionales movilizados).
Pablo.
(Ese usurero bergante
no parece, y necesito
que me preste para el viaje
diez onzas. Estos tal vez
me dirán...). ¿Ustedes saben
dónde para don Elías?
Mariano.
No.
Lupercio.
No sé.
Pablo.
Voy a buscarle.
Don Antonio, don Lupercio, don Mariano.
Antonio.
Ya anda en busca de usureros.
Mariano.
Ya se ve, tanto gastar...
Lupercio.
Ese hombre se va a arruinar.
Antonio.
Le vamos a ver en cueros.
Mariano.
Su patrimonio es crecido.
Lupercio.
Su vanidad es mayor.
Antonio.
Libertino...
Lupercio.
Jugador...
Mariano.
Disipado...
Antonio.
Corrompido.
¿Veis el ardor con que pinta
la pasión que le sujeta?
Pues que me lleve pateta
si se casa con Jacinta.
Lupercio.
Yo sé que tiene otra moza.
Mariano.
Sí; la viuda de Quirós.
Antonio.
Pues se olvida de las dos
al salir de Zaragoza.
Lupercio.
Con la seducción y el dolo
otras hallará al momento.
Mariano.
Presume tener talento...
Antonio.
Es un ignorante, un bolo.
p. 7Lupercio.
Aunque atusando el bigote
se tiene por muy galán,
me parece a mí un gañán.
Antonio.
Y a mí un Judas Iscariote.
Los mismos, don Froilán.
Froilán.
¿Todavía por aquí,
caballeros?
Antonio.
¡Don Froilán!
Froilán.
¿No van ustedes a ver
la columna desfilar?
Lupercio.
Eso pensamos. Supongo
que también usted irá
con las niñas...
Froilán.
No por cierto.
Hoy tengo un esplín mortal.
Estoy malo. Hace mal día.
Mariano.
¡Hombre, si hace un sol que da
regocijo!
Froilán.
Sin embargo,
el viento se va a mudar...
y yo tengo para mí
que esta tarde nevará.
Antonio.
El calendario de usted,
amigo, es siempre fatal.
Froilán.
Nevará. ¡Pobre milicia!
¡Qué trabajos va a pasar!
Antonio.
Mucho sentirá don Pablo
marcharse de la ciudad
dejándose aquí a la bella
Jacinta. Dicen que ya
se trataba de la boda.
Froilán.
Sí; pero ¡buenos están
los tiempos para casorios!
Yo no quiero contrariar
el gusto de mis hermanas;
pero pronostico mal
de ese casamiento.
Lupercio.
¡Cómo!
p. 8¿No iban con gusto al altar
ambos contrayentes?
Froilán.
Mucho;
mas si la fatalidad
hiciera... Anoche Jacinta
vertió en la mesa la sal
nombrando a don Pablo.
Mariano.
Y eso
¿qué puede significar?...
Froilán.
Es mal agüero. Ese viaje
inesperado es quizá
otro aviso de los cielos...
Piensa mal y acertarás,
dice el refrán.
Antonio.
Si es funesta
esa coyunda nupcial,
¿por qué no interpone usted
su fraterna autoridad
para que no se efectúe?
Froilán.
No, amigo; no haré yo tal.
Las voluntades son libres;
las chicas tienen ya edad
para saber lo que se hacen.
Mi individuo y nada más.
Yo sé que puedo vivir
sin una cara mitad.
Si ellas piensan de otro modo,
si ellas se quieren casar,
para ellas será la dicha
o la pena: me es igual.
Ellas comen de su dote...
Ni me quitan, ni me dan.
Antonio.
¡Vaya, que es filosofía
la de usted... original!
(Sigue hablando con los ociosos don Froilán).
Los mismos, Jacinta, Isabel, don Matías (con uniforme de subteniente de milicia movilizada).
Jacinta.
¡Cómo! ¡Aún no viene don Pablo!
p. 9Matías.
No tardará. Aquí en la puerta
estaremos más alerta...
(A un mozo que llega a la puerta).
¡Hola! ¡Mozo!... ¿Con quién hablo?
Trae sillas aquí; al momento.
Isabel.
(¡Dios mío, vela por él!)
(Trae sillas el mozo, y se sientan don Matías y Jacinta).
Jacinta.
¿No te sientas, Isabel?
Isabel.
Sí..., me sentaré... (¡Oh tormento!)
(Se sienta).
(Don Matías y Jacinta hablan en voz baja).
Matías.
Mil veces afortunado
mi cautivo corazón
si fuese yo la ocasión
de ese amoroso cuidado.
Jacinta.
Vamos, deje usté esa chanza.
Matías.
¡Chanza cuando gimo y ardo,
y tengo en el pecho un dardo...
He dicho poco. Una lanza!
Aun ese desdén fatal
amara yo con delirio
si no viese mi martirio
en la dicha de un rival.
Isabel.
(¡Que desgraciada nací!)
Jacinta.
¡Qué temeraria porfía!
Mi voluntad ya no es mía.
¿Qué pretende usted de mí?
Matías.
O tan divina beldad
no estrechen brazos ajenos,
o vuélvame usted al menos
mi perdida libertad.
Jacinta.
Si basta decirlo yo,
libre es usted desde ahora;
libre y sin costas.
Matías.
¡Traidora!
¿Te burlas de mí?
Jacinta.
Yo no.
Matías.
Si otro consuelo no halla
el afán que me atormenta,
me hago dar muerte sangrienta
en la primera batalla.
¡Qué temeraria virtud!
p. 10Jacinta.
¿Conque usted quiere un favor?...
Bien. Portarse con honor,
buen viaje y mucha salud.
Matías.
Eso se dice a cualquiera.
Jacinta.
Mas no como yo lo digo.
Le amo a usted... como a un amigo.
Matías.
¿Por qué no de otra manera?
Jacinta.
Porque estoy comprometida
y así la suerte lo quiso.
Matías.
¿Y a no mediar compromiso...?
Jacinta.
Entonces...
Isabel.
(¡Fatal partida!)
Jacinta.
Me apura usted demasiado.
Eso es ponerme en un potro.
Matías.
Si no amara usted a otro...
Jacinta.
Usted sería el amado.
Matías.
Ya que victoria no cante,
aunque la razón me sobre,
no es malo que aspire un pobre
a la primera vacante.
Jacinta.
Basta. Merece castigo
quien a la dama echa flores
de su amigo.
Matías.
Hija, en amores
no hay amigo para amigo.
Jacinta.
Pues de camarada fiel
se la echa usted.
Matías.
Estoy loco.
Anímeme usted un poco,
y hoy mismo riño con él.
Jacinta.
Busque usted más alta gloria
combatiendo al vandalismo,
y vénzase usté a sí mismo,
que es la más noble victoria.
Matías.
¡Amonestación discreta!
Mas quien mira esos encantos...
Jacinta.
Déjeme usted con mil santos.
Yo no quiero ser coqueta.
Matías.
¡Cruel!
Jacinta.
(Lástima me da,
mas el deber... ¡Y es buen chico!)
Matías.
Tus ojos...
p. 11Jacinta.
Calle usté el pico,
que viene Pablo.
Isabel.
(¡Allí está!)
(Se levantan viendo venir a don Pablo, y reparando en las damas los otros interlocutores se incorporan con ellas).
Los mismos, don Pablo, don Elías.
Pablo.
Me vienen perfectamente
los tres mil reales y pico,
y con la vida y el alma
quedo a usted agradecido.
Jacinta.
(Mi Pablo... No, no es posible
que yo ponga mi cariño
en otro hombre.)
Elías.
El interés
es muy corto. Un veinticinco
por ciento...
Pablo.
Sí; en cuatro meses...
No me parece excesivo.
Elías.
Ser servicial y económico
son mis dotes favoritos.
Sin lo segundo no hiciera
lo primero. Economizo,
y de esta manera puedo
ser útil a mis amigos.
Pablo.
¡Bien! Lo explica usted a modo
de charada o logogrifo.
Elías.
No tomará usted a mal
que extendamos un recibo...
Pablo.
Sí, sí; que somos mortales.
Elías.
No es decir que desconfío...
Ahí en el café lo pongo
en dos plumadas...
Pablo.
Lo firmo,
y estamos del otro lado.
(Se reúne con los demás interlocutores. Don Elías va a entrar en el café, y a la puerta le detiene don Antonio).
Cierto negocio preciso
p. 12ha motivado mi ausencia...
Elías.
Tengo prisa.
Antonio.
Necesito...
(Siguen hablando los dos en voz baja).
Pablo.
Ahora soy todo de ustedes
hasta ponerme en camino.
Isabel.
(¡Le quiero más que a mi vida,
y me parece delito
el mirarle!)
Elías.
Ya hablaremos.
Ya sabe usted donde vivo...
(¡Cuando el otro va a partir
me detiene este maldito!)
Antonio.
La hipoteca es abonada.
Elías.
Bien, sí...
Antonio.
Corrientes los títulos.
Si hoy no me socorre usted
mañana me pego un tiro.
Elías.
(¡No hay quien te lo pegue ahora!)
(Con un pie dentro del café).
Veremos...
Antonio.
Pero...
Elías.
Lo dicho.
(Entra en el café).
Lupercio.
(A don Antonio y a don Mariano).
Vamos a ver la columna.
¿Qué hacemos en este sitio?
Antonio.
Sí, vámonos. Señoritas,
a los pies de ustedes. Chicos,
¡buen viaje!
Matías.
¡Abur!
Jacinta.
Beso a ustedes
la mano.
Pablo.
(Está muy entretenido hablando con Jacinta desde que se acercó al corro).
Adiós...
Lupercio.
Si servimos
de algo...
Mariano.
Que escribáis...
Froilán.
Señores...
¡Gracias a Dios que se han ido!
Jacinta, Isabel, don Pablo, don Matías, don Froilán.
Matías.
(Ellos en dulce coloquio
y yo aquí siendo testigo...
Me largo con viento fresco,
que es cruel este suplicio.)
La columna va a marchar
y yo no me he despedido
de mi familia. Madamas,
¡hasta la vuelta!
Froilán.
Repito...
Isabel.
Buen viaje.
Jacinta.
Abur, don Matías.
Matías.
(¡Ah! Voy hecho un basilisco.
Vosotros lo pagaréis,
soldados de Carlos quinto.)
Isabel, Jacinta, don Pablo, don Froilán. Luego don Elías. (Siguen hablando aparte don Pablo y Jacinta).
Isabel.
(¡Qué felices son! Y yo...
¡Suerte infeliz, suerte amarga
la de una mujer! Mis labios
sella la vergüenza. El alma
se me arranca, y yo no puedo
decir: ¡ese hombre me mata!)
(Se sienta afligida).
Froilán.
Despacio la toman.
(A la puerta del café).
¡Mozo!
La gaceta. Nunca acaban
de hablar los enamorados.
(El mozo le trae la gaceta, se sienta y la lee. Sale don Elías del café con el recibo en la mano).
Elías.
¿No es droga que en estas casas
nunca ha de haber un tintero
corriente? Ya solo falta
que firme usted...
(Acercándose con el recibo en la mano a don Pablo, que entretenido con Jacinta no le ve).
Jacinta.
Sí, mi Pablo.
p. 14Mi corazón se desgarra
al verte partir. Si el freno
del pudor no me atajara,
tan briosa como amante
te siguiera a la campaña.
Ni el agua, ni el sol, ni el frío,
ni privaciones, ni balas
entibiarían mi ardor.
Quizá a manejar las armas
aprendería de ti,
y con tu amor alentada
lidiaría defendiendo
la libertad sacrosanta,
que también late en mis venas
la sangre zaragozana;
y a ejemplo de las gloriosas
heroïnas que las águilas
en este suelo humillaron
de la usurpadora Francia,
verter sabría mi sangre
en el altar de la patria.
Mas, ya que de este placer
me privan leyes tiranas;
ya que viva no te sigo,
ya que el cielo nos separa,
he aquí mi retrato: toma
(Se lo da),
bien mío, y amor le haga
escudo que te defienda
de las enemigas lanzas.
Isabel.
(¡Qué suplicio!)
Elías.
Con permiso...
Pablo.
(Besando el retrato que guarda luego en el pecho).
¡Oh don precioso! Tú inflamas
mi valor, que con la pena
de ausentarme desmayaba.
Ahora me siento capaz
de las mayores hazañas.
Isabel.
(¡Que no me muriera aquí!)
Elías.
Con licencia de esa dama,
la firma...
Froilán.
(Levantándose, y acercándose a don Pablo).
¡Ah, señor don Pablo!
p. 15Elías.
(¡Este llorón me faltaba!)
Froilán.
¡Inútil valor! ¡Inútil
patriotismo! Está ya echada
la suerte. ¡Pobre nación!
Volverá a gemir esclava.
El genio del mal persigue
a la miserable España.
Tanto afán, tantos tesoros,
tanta sangre derramada
¿de qué han servido? La hidra
de la rebelión levanta
sus cien cabezas. El cielo
nos abandona... ¡No hay patria!
Elías.
(A don Pablo).
Mientras don Froilán parodia
la tragedia de Quintana,
firme usted...
Pablo.
Mucho me admiran,
don Froilán, esas palabras
en boca de un español,
de quien liberal se llama.
Cuando humillada en Bilbao
toca a su fin la malvada
facción carlista, ¿habla usted
de hidras y de desgracias?
Froilán.
Ya verá usted...
Pablo.
Ese cuadro
es el parto de una amarga
misantropía... No quiero
atribuirle otra causa.
Mas yo supongo que es fiel;
que mil desastres amagan
al Estado; que peligra
la libertad. ¿Por ser ardua
la lid debemos acaso
abandonar la demanda?
¿Ha de faltarnos el brío
primero que la esperanza?
¿Doblaremos la cerviz
antes de probar la espada?
Sacrificios; no clamores,
tesón, virtudes, no lágrimas
la nación pide a sus hijos.
p. 16¿Cuál es más pesada carga,
el fusil o la cadena?
Con declamaciones vanas
no se desarma al contrario.
Si hoy se pierde una batalla,
no se recobra el honor
sino venciendo mañana.
Jacinta.
¡Bien dicho!
Isabel.
(¿Y no le he de amar?)
Elías.
El recibito...
Froilán.
La llaga
es muy profunda, don Pablo.
Nuestras discordias infaustas
nos llevan al precipicio.
Las pasiones enconadas
nos ciegan: los pueblos gimen;
no hay dinero; esto no marcha;
no vamos todos a un fin;
los partidos...
Pablo.
Así hablan
el egoísmo y el miedo.
En las tristes circunstancias
se acrisola el patriotismo;
y el que noble tiene el alma
no se deja dominar
de miras interesadas,
ni de ocultas influencias,
ni de pasiones bastardas.
En tierra por tanto tiempo
con las lágrimas regada
de mísera esclavitud,
fácilmente no se planta
el árbol de libertad.
Donde un hombre solo manda,
y los demás obedecen
sumisos, ciegos, es llana
la ciencia de gobernar;
pero es forzoso que haya
encontradas opiniones
en un pueblo que trabaja
por regenerarse. ¡Y qué!,
porque tengamos en casa
p. 17disputas, ¿olvidaremos
a la facción de Navarra?
¿No hay un común enemigo
a quien osado combata
quien blasone de patriota?
Hoy argüir en la plaza,
lidiar mañana en el campo;
hoy en el cuerpo de guardia,
y mañana en la tribuna;
hoy votar que haya dos cámaras,
mañana andar a balazos
para no quedar sin nada;
hoy escribir un artículo
contra el ministro que no anda
derecho, y mañana dar
un buen susto a Sopelana.
¿Es esto acaso imposible?
En el establo regañan
los alanos entre sí,
mas contra el lobo se lanzan
siempre que le ven hambriento
perseguir a la manada.
Senado y pueblo romano
en el foro se acosaban,
pero solo al enemigo
era funesta su saña.
Deponga el buen español
sus rencillas ante el ara
de la hermosa libertad;
y pues a todos aguarda,
moderados y exaltados,
servidumbre, muerte, infamia
si ciñe Carlos un día
la diadema soberana,
acuda animoso adonde
la voz del honor le llama,
y mientras una bandera
liberal se alce en España,
ella a combatir le guíe
contra la servil canalla.
Elías.
Y el que diga lo contrario
es un pancista, es un mandria.
p. 18Don Pablo es buen caballero,
y así maneja la espada
como la pluma. A propósito:
¿quiere usté hacerme la gracia
de firmar?...
Pablo.
¡Ah! Sí. El recibo...
Vamos...
(Va a entrar en el café, y le detiene don Froilán).
Froilán.
Nadie me aventaja
en patrio amor; mas al ver
tantos errores y tantas
calamidades, confieso
que mi corazón desmaya.
¡Ay, don Pablo! Rara vez
mis presentimientos fallan.
El yerro mayor de Troya
fue no escuchar a Casandra.
Crea usted a un fiel amigo.
No salga usted a campaña.
Jacinta.
¿Por qué?
Pablo.
¡Es honroso el consejo!
Isabel.
(¡Si pudiera hablar!)
Froilán.
La baja
de un hombre, sea quien fuere,
no es de tan grave importancia...
Quédese usté en Zaragoza.
Pablo.
¡Bravo! Si esa cuenta echara
cada cual, pronto estaríamos
en una paz octaviana.
Froilán.
¡Mire usted que ya en el cielo
leyendo estoy una página
sangrienta! ¡Ya en mis oídos
está silbando la bala
homicida! ¡Ay, infeliz!
¡En vez de bélica palma,
tu generoso ardimiento
va a buscar... una mortaja!
Isabel.
(¡Maldita tu boca sea!)
Jacinta.
¡Ah! ¿Qué estás diciendo? Calla.
¿Por qué afligirnos así?
¡Qué idea...!
Pablo.
¡Bah! Es una chanza.
p. 19Si yo creyese en agüeros
sería un poco pesada.
Pero, en fin, morir lidiando
por la mejor de las causas
es muerte gloriosa.
Jacinta.
¡Ah! No.
Dios oirá mis plegarias...
Pablo.
Solo por ti lo sintiera.
Por lo demás, no me espanta
la muerte a mí. Y casi, casi,
muriera de buena gana
solo por dar un petardo
a mis acreedores.
Elías.
¡Cáscaras!
Jacinta.
Vamos, deja ya esa broma.
Elías.
(¡Ah! Si no firma y le matan...)
Vamos, don Pablo. Esa firma...
(Tocan dentro llamada y tropa. Isabel se levanta).
Pablo.
Vamos...
Froilán.
¡Ya suenan las cajas!
Jacinta.
¡Oh pena!
Isabel.
(¡Amargo momento!)
Elías.
(¡Voto a...!) Si usted me firmara...
Pablo.
¡Adiós, bien del alma mía!
(Abrazando a Jacinta).
La ausencia no será larga.
¿Serás fiel?
Jacinta.
Hasta la tumba.
¡Oh! Poco he dicho. La llama
que abrasa mi corazón
ni en el sepulcro se apaga.
Elías.
(Los momentos son preciosos.
Traeré el tintero...) ¡Despacha!
(A un mozo desde la puerta del café).
¡Un tintero! (Por el gusto
de que yo me ahorque de rabia
se hará matar.)
Pablo.
En tus ojos
prisionera dejo el alma.
Jacinta.
¡Adiós!... ¡La pena me ahoga!
(Solloza).
Mi corazón te idolatra
más de lo que yo creía.
Si mi desventura es tanta
p. 20que por la postrera vez
tu Jacinta fiel te abraza,
¡ay!, te seguiré muy pronto
a la tumba solitaria.
¡Adiós!
Pablo.
(Desprendiéndose de sus brazos).
¡Adiós!
Froilán.
(Abrazando a don Pablo).
¡Caro amigo!
Elías.
(Con el papel en una mano y el tintero en la otra).
(No me dejan meter baza
el amor y la amistad.)
Froilán.
¡Adiós! La lengua me embarga
el sentimiento...
Pablo.
(Volviendo a Jacinta, que llora).
¡Qué llantos...!
Aunque me fuese a la Habana...
Ea, adiós... No más...
(Yéndose).
¡Adiós!...
Isabel.
(Con amargura y llorando).
(¡Y a mí no me dice nada!)
Elías.
Don Pablo... ¡Señor don Pablo...!
Pablo.
¡Pobre Isabel!... Me olvidaba...
Venga un abrazo. (La abraza).
Isabel.
(Estremecida de gozo).
(¡Ah, Dios mío!)
Pablo.
Case usted a esta muchacha,
don Froilán. Está tan triste...
Adiós. Cuídame a tu hermana.
Isabel.
(¡Infeliz!...) Así lo haré.
Elías.
Antes de romper la marcha...
(Viendo don Pablo que don Elías se dirige a él con los brazos abiertos, le estrecha en los suyos, y ruedan por tierra papel y tintero).
Pablo.
Sí. ¡Adiós, adiós, don Elías!
Elías.
(En vez de firmar me abraza...
¡Adiós tintero! El papel...)
Jacinta.
¡Pablo!
Pablo.
¡Jacinta!
(Le da el último abrazo, y vase corriendo).
Elías.
(Buscando la pluma después de haber recogido el tintero).
¡Mal haya!...
p. 21¡Don Pablito!... ¡Échale un galgo!
¡Don Pablo!... ¿Ya quién le alcanza?
(Arroja enfadado el tintero).
Los mismos, menos don Pablo.
Jacinta.
Vamos a verle marchar...
Froilán.
No. La gente... Los caballos...
¡Eh! Ya no es tiempo... Y los callos
que no me dejan andar...
¡Esta noche gran escarcha!
Elías.
(¡Ahí es un grano de anís!
¡Diez onzas!)
Jacinta.
Vamos...
(Una música militar toca marcha a lo lejos).
Froilán.
¿Oís?
Partió. Ya suena la marcha.
Jacinta.
¡No podré vivir sin él!
Elías.
¡Libértale de un balazo,
Virgen del Pilar!
Froilán.
(Da el brazo a Jacinta).
El brazo,
y a casa. Usted a Isabel.
(Don Elías da el brazo a Isabel).
Elías.
Con mucho gusto. (¡Qué bella!
Esto alivia mi dolor.
A estar de mejor humor
hoy me declaraba a ella.)
Froilán.
¿Qué hace usted tan pensativo?
Ande usted.
Jacinta.
¡Qué desconsuelo!
Isabel.
(Me ha dado un abrazo. ¡Oh cielo!)
Elías.
(¡No me ha firmado el recibo!)
p. 22
LA MUERTE.
Sala en la casa de don Froilán. A la derecha del actor la puerta que conduce a la escalera; a la izquierda otra que guía a las habitaciones interiores, y otra en el foro con vidriera y cortinas. Muebles decentes, y entre ellos una mesa con escribanía.
Isabel (sentada junto a un velador donde habrá varios periódicos, y acabando de leer uno).
Isabel.
Ni cartas confidenciales,
ni partes, ni conjeturas
siquiera... Desde que entró
la brigada en Cataluña
no ha vuelto a saberse de ella.
¡Qué suerte será la suya!
No escribir en tantos días
don Pablo... ¡Mortal angustia!
¿Habrán sido derrotados
por esas hordas inmundas
nuestros valientes? Tal vez
alguna emboscada, alguna
sorpresa... Pero muy pronto
las malas nuevas circulan.
Parciales y confidentes
tiene la rebelde turba
donde quiera, y cuando callan
es seguro que no triunfan.
Esta reflexión me vuelve
la esperanza. Sí, me anuncia
el corazón...
Isabel, don Froilán.
Froilán.
¡Hola! ¡Cómo
te aplicas a la lectura
estos días! ¿También tú
te aficionas como muchas
a las cuestiones políticas
más que a la plancha y la aguja?
Isabel.
A todos nos interesa
saber quién vence en la lucha
funesta que nos divide.
Froilán.
Eso ya no admite duda;
al fin cantarán victoria
don Carlos y la cogulla.
Ya todo esfuerzo es inútil.
Nuestro mal no tiene cura.
La libertad es aquí
planta exótica, infecunda.
La sociedad se desquicia,
y la patria se derrumba.
Isabel.
(Entre dientes).
Si como tú se echan todos
en el surco...
Froilán.
¿Qué murmuras?
Yo soy un buen ciudadano;
yo siento que la fortuna
nos vuelva la espalda, y son
mis intenciones muy puras;
pero, en fin, estaba escrito
allá arriba, y es locura...
Repasaré esos periódicos
sin embargo. Ni disputas
políticas, ni noticias
busco en ellos: son absurdas
comúnmente las primeras
y fatales las segundas;
pero en tanto que me sirven
el desayuno, me gusta
recrearme con un trozo
de amena literatura,
p. 24descifrar una charada,
reírme con una pulla...
Así me distraigo un poco,
y las lágrimas se enjugan
que a mi corazón arrancan
las calamidades públicas.
(Se iba con los papeles, y vuelve).
¡Ah! ¿Viene aquí alguna nueva
de nuestra marcial columna?
Isabel.
¡Nada!
Froilán.
¡Pues! ¡Lo que yo digo!
¡Pereció! ¡Todo se frustra!
Habrán caído en poder
de esa maldecida chusma.
La falta de dirección...
Alguna mano perjura
sin duda los hizo presa
de Tristany o Camas-Cruas.
¡Qué dolor de juventud!
La flor de Cesaraugusta...
(A don Elías que entra).
¡Oh amigo! Soy con usted.
¡Qué horror!... El almuerzo, Bruna.
(Yéndose).
Isabel, don Elías.
Isabel.
(¡Ay desgraciada! Su triste
presagio me hace temblar.)
Elías.
(Yo la voy a declarar
mi amor... y laus tibi, Christe.)
Para un asunto de urgencia,
que diré en lenguaje explícito,
concédame usted, si es lícito,
cuatro minutos de audiencia.
Yo la amo a usted. Más conciso
ningún amante sería,
y es que entra en mi economía
no hablar más que lo preciso.
En paz y en gracia de Dios
que hemos de vivir entiendo;
y no es maravilla, siendo
p. 25capitalistas los dos.
Mi caudal es la salud,
el dinero y la alegría;
y el de usted, señora mía,
la hermosura y la virtud.
(Paso en silencio su dote,
que es lo que más me acomoda.)
Ajustemos pues la boda,
y casémonos a escote.
Mucho vale el ser hermosa:
mi amor sea el testimonio;
pero un rico patrimonio
también vale alguna cosa.
No sé qué será peor
en este mundo embustero;
si hermosura sin dinero,
o dinero sin amor;
mas siempre que a lo segundo
lo primero unido va,
allí la ventura está;
o no hay ventura en el mundo.
Aunque en la ciudad se suena
que soy dado a la avaricia,
comer bien es mi delicia...
(cuando como en casa ajena.)
Ello sí, como está en moda,
la economía cursé,
y a todo la aplicaré...
menos al pan de la boda.
Poco avaro en fin soy yo
cuando a casarme me allano.
Conque... ¿acomoda mi mano?
Responda usted: sí, o no.
Isabel.
Aunque debo celebrar
con más risa que sorpresa
el sumo donaire de esa
declaración singular,
merece el que así me honró
igual franqueza de mí.
No puedo decir que sí.
Elías.
¿Luego dice usted que no?
¡Cruel mujer!
p. 26Isabel.
No. Sincera.
Elías.
¡Tal desvío a mi pasión!
¡Ah! ¿Tiene usted corazón?
Isabel.
¡Ojalá no lo tuviera!
Elías.
Si no ha de ser para mí,
si otro hombre le cautivó...
Isabel.
No puedo decir que no.
Elías.
¿Luego dice usted que sí?
¿Habrá fortuna más perra?
¿Habrá mujer más ingrata?
Si dice que no, me mata;
si dice que sí, me entierra.
Isabel.
¡Ay, don Elías, que el cielo
con mayor mal me atormenta!
Ese no que usted lamenta
fuera para mí un consuelo.
Elías.
¡Cómo!...
Isabel.
Basta ya, si es chanza.
Si habla usted de veras...
Elías.
Sí.
¡Oh!...
Isabel.
Yo no tengo, ¡ay de mí!,
ni puedo dar esperanza.
Con harta pena lo digo.
Elías.
¿Qué va a ser de mí, Isabel?
Isabel.
Sea usted mi amigo fiel...
Yo he menester un amigo.
Elías.
Algo más quise alcanzar;
mas lo seré. (Y me conviene,
porque al fin y al cabo tiene
haciendas que administrar.)
Los mismos, Jacinta.
Jacinta.
¡Oh, que está aquí don Elías!
Lo celebro mucho.
Elías.
Siempre
a los pies de usted. ¿Qué tal?
¿Hay noticias del ausente?
Jacinta.
Ninguna. Nada se sabe,
p. 27ni hay cartas, ni los papeles
públicos me dan indicios
de si vive o de si muere.
Elías.
No es extraño que en la guerra
los correos se intercepten;
mas no tenga usted cuidado,
porque la facción rebelde
o no osará combatir
con nuestra tropa valiente,
o pagará su osadía
muy cara.
Jacinta.
¡Pero tenerme
sin saber de él tanto tiempo!
Si es cierto que bien me quiere,
¿cómo no ha hallado camino
para hablarme de su suerte,
de su amor?... ¡Su amor!... Jacinta
ya tal vez no lo merece.
Quizá a los pies de otra dama
ha puesto ya sus laureles.
Isabel.
No digas tal de don Pablo,
pues ningún motivo tienes
para dudar de su fe.
Jacinta.
¡Ah, que la ausencia es la muerte
del amor! Los hombres...
Elías.
Son
pérfidos, inconsecuentes...
¡Hombres! ¡Oh! Yo no los quiero...
Me gustan más las mujeres.
Un ciego.
(Dentro gritando).
El supimiento al Patriota Aragonés que acaba de salir ahora nuevo, con noticias interesantes.
Isabel.
¿Qué grita ese ciego? Oigamos...
Jacinta.
Suplemento...
Isabel.
(¡Ay, Dios! Si fuese...)
El ciego.
Con la completa derrota de la faición del Canónigo por la colufna que salió de esta capital en su presecución.
Isabel.
¿Has oído...? ¡Ah!, don Elías...
Jacinta.
¡Qué gozo!
Isabel.
Corra usted, vuele...
Elías.
El suplemento... Sí... Voy...
p. 28(Es chasco que se me peguen
los cuartos...) No tengo suelto...
Isabel.
¡Oh, Dios mío...!
Jacinta.
(Dándole el ridículo, del cual saca cuartos don Elías).
Aquí habrá.
Elías.
Nueve...
diez... Hay bastante.
Jacinta.
¡Qué plomo!
Isabel.
¡Vamos!
Elías.
Si lo saco en siete...
(Yéndose).
Jacinta, Isabel.
El ciego.
(Dentro).
El supimiento al Patriota aragonés que ahora acaba de salir nuevo, con la derrota... ¿Quién llama?
Isabel.
Ya los afanes cesaron.
Nuestros milicianos vencen.
Pronto a los dulces hogares
volverán... ¡Ah! ¡Cuán alegre
estoy!
Jacinta.
¡Pablo de mi vida!
Vuelve a mis brazos. ¡Oh! Vuelve
la dicha a mi corazón.
Las mismas, don Elías (con un impreso).
Elías.
¡Victoria! Escuchen ustedes.
(Lee).
«La columna expedicionaria de Zaragoza ha dado un día de gloria a la nación. La gavilla del malvado Canónigo ha sido batida, destrozada a las inmediaciones de Gandesa. Así lo afirma de oficio el alcalde constitucional de dicha villa, y se espera de un momento a otro el parte circunstanciado. Mientras llega y lo publican las autoridades, no queremos retardar a nuestros lectores tan fausta noticia. Nuestros bizarros milicianos han rivalizado en pericia y valor con las beneméritas tropas que han tenido parte en la acción. ¡Viva la Libertad! ¡Viva Isabel II!».
p. 29Isabel.
¡Oh cielo, Yo te bendigo!
Elías.
Doy a usted mil parabienes,
Jacinta.
Jacinta.
¡Y Pablo no escribe!
Isabel.
Querrá tal vez sorprenderte...
Elías.
Aquí viene don Froilán.
¡Qué cara de miserere!
Los mismos, don Froilán.
Froilán.
Todo el barrio se alborota;
los ciegos van dando gritos...
¿Qué anuncian esos malditos?
Sin duda, alguna derrota.
Jacinta.
Derrota. Tienes razón.
Froilán.
¿Lo veis? ¡Oh días aciagos!
Isabel.
Mas quien llora sus estragos
es la enemiga facción.
Froilán.
Dirán que es suyo el revés,
mas yo temo que en el lance...
Elías.
¡Oh...! Lea usted el alcance
del Patriota Aragonés.
(Le da el impreso, y lo lee para sí don Froilán).
Jacinta.
En todo ve mal agüero.
Isabel.
En nada encuentra placer.
Elías.
Corneja debía ser
ese hombre, o sepulturero.
Froilán.
Es muy vaga la noticia.
Es atrasada la fecha...
Si fue la facción deshecha...
¿qué se hizo nuestra milicia?
En la guerra hay mil azares;
y, además, la exactitud
no siempre fue la virtud
de los partes militares.
Muchos planes y cautelas,
y marchas y contramarchas,
y tempestades y escarchas,
y curvas y paralelas.
Mucho de causar zozobras
p. 30a las fuerzas enemigas;
de encarecer las fatigas,
de describir las maniobras;
mucha recomendación;
mucho de Roma y Numancia;
y ¿qué nos dice en sustancia
el jefe de división?
Que anduvimos cuatro leguas;
que el faccioso echó a correr
dejando en nuestro poder
una mochila y dos yeguas;
que allí hubieran muerto muchos
de la gavilla perjura
a no ser la noche oscura
y a no faltar los cartuchos;
que el cabecilla vasallo
huyó a tiempo de la quema
y se salvó... por la extrema
ligereza del caballo;
que por falta de refuerzo
deja el campo de batalla
y va a esperar la vitualla
a Villafranca del Bierzo;
que envíen francas de portes
diez cruces de San Fernando;
y concluye suplicando
al ministro y a las Cortes
que sin exigir recibo
le traigan los maragatos
seis mil pares de zapatos
y un millón en efectivo.
Jacinta.
Jefes hay que en tu pintura
su historia acaso verán;
pero no todos, Froilán,
merecen esa censura.
Isabel.
Ver siempre males eternos
es fatal filosofía.
Elías.
Se previene por si un día
va a parar a los infiernos.
Los mismos, Ramón.
Ramón.
Esta carta para usted.
(Da una carta a Jacinta).
Jacinta.
¡Es letra de don Matías!
¿Y don Pablo...? ¿No hay más cartas?
Ramón.
No hay más que esa, señorita.
Jacinta, Isabel, don Froilán, don Elías.
Isabel.
¡No escribir don Pablo! (¡Oh Dios!)
Froilán.
Eso me da mala espina.
Jacinta.
¡Qué ingratitud!
Elías.
Abra usted
pronto esa carta, Jacinta,
y saldremos de inquietudes,
y ahorraremos profecías.
Jacinta.
(Abre la carta y lee).
«En el mismo campo de batalla, cubierto de cadáveres enemigos, me apresuro a participar a usted la victoria de nuestras armas. Los restos de la facción huyen dispersos y aterrados, y una parte de la columna los persigue y acosa en todas direcciones. Yo también parto ahora en su seguimiento. La pérdida del enemigo es grave, la nuestra muy corta: cuatro soldados muertos y unos veinte heridos, todos de tropa...».
Isabel.
(¡Ah! Respiro.)
Elías.
(A don Froilán).
¿Lo ve usted?
Froilán.
Déjela usted que prosiga
leyendo, y harto será
que alguna mala noticia...
Jacinta.
Lo demás son cumplimientos,
memorias, galanterías...
¡Es tan fino ese muchacho!
En el campo, entre las filas,
rendido acaso del hambre,
de la sed, de la fatiga,
p. 32me escribe tan obsequioso;
y al que en la amarga partida
me juró constancia eterna
¡no le merezco dos líneas!
Así son todos los hombres.
¡Necia la que en ellos fía!
Isabel.
No habrá podido escribir.
Elías.
Muchas cartas se extravían...
Froilán.
Mi corazón es leal.
No en vano me lo decía.
Don Pablo es un aturdido.
Engolfado en la milicia,
ya no se acuerda de ti.
Isabel.
(¡No tuviera yo esa dicha!)
Froilán.
Alguna linda patrona
en sus brazos le cautiva.
Isabel.
(¡Ay! ¡Eso no!)
Jacinta.
¡Quién creyera
que su amor fuese mentira!
Una ciega.
(Dentro).
¡El supimiento al Boletín Oficial! ¡El supimiento extraudinario!
Isabel.
¿Habéis oído? Otro parte
sin duda...
Elías.
Será la misma
relación...
Jacinta.
Manda a comprarlo,
Froilán.
Froilán.
Alguna engañifa...
Los precedentes, Ramón.
Ramón.
Aquí está el impreso.
Elías.
Venga.
Ramón.
Parece que se confirma...
Froilán.
Bien está, sí. Ya sabemos
leer. Vete a la cocina.
Los mismos, menos Ramón.
Elías.
(Lee).
«Capitanía general de Aragón.— Hago saber al público para su satisfacción, que los rebeldes han sido en efecto batidos completamente entre Mora y Gandesa por la valerosa columna de milicianos y tropa que salió últimamente de esta capital. Mientras se imprime y publica el parte circunstanciado, me complazco en asegurar a este heroico vecindario que nuestra pérdida solo ha consistido en seis hombres muertos, entre ellos un oficial, y dieciocho heridos, ascendiendo la del enemigo a ciento veinte de los primeros, sobre trescientos de los segundos, y más de quinientos prisioneros. Zaragoza, etc.».
Isabel.
¡Ah!¿ Quién será ese oficial
muerto? ¿Será por desdicha...
don Pablo?
Froilán.
¡Pues! ¡Si lo dije!
Jacinta.
Jesús, ¡qué fatal manía
de presagiar infortunios!
Elías.
Si alguno de la milicia
hubiera muerto en la acción,
en su carta lo diría
don Matías.
Jacinta.
Cierto. Esa
reflexión me tranquiliza.
Froilán.
Aún seguían nuestras tropas
a las huestes fugitivas
cuando se escribió la carta;
esto y el no haber noticias
de don Pablo hacen temer
que alguna bala enemiga
abrevió, ¡desventurado!,
la carrera de sus días.
Isabel.
¡Ah! ¡Fundado es su temor!
Jacinta.
Que lo tema y no lo diga.
Parece que se deleita
en afligir...
Elías.
¿Y no había
p. 34más oficiales allí?
¿Qué razón nos autoriza
a suponer que entre tantos
tocó a don Pablo la china?
Otro pudo ser el muerto;
quizá el mismo que escribía
tan gozoso...
Jacinta.
¡Oh! Sí. ¿Quién sabe?...
Dice en su carta que él iba
a marchar segunda vez
contra la infame gavilla.
Froilán.
Pues bien; el uno o el otro,
ya no hay duda, han sido víctimas.
¡Tal vez entrambos! ¡Oh guerra,
guerra infausta, fratricida!
¡Pobres muchachos!... En fin,
¡estaba escrito allá arriba!
No han de dar vida a los muertos
nuestras lágrimas tardías.
Yo me voy a mis negocios.
Esas cosas me contristan
sobremanera. De hoy más
nadie me hable de política.
Soy sensible...
(A Jacinta e Isabel).
¡Eh! No lloréis...
Dios guarde a usted, don Elías.
Isabel, Jacinta, don Elías.
Elías.
Maldita sea tu estampa,
y otra vez sea maldita.
¿Por qué no lleva a una gruta
su negra misantropía?
Malo está ese hombre. Yo creo
que padece de ictericia.
Jacinta.
(¡Mi Pablo! ¿Será posible...?
¡La prenda del alma mía...!
¡Ah! ¡Qué amargura! Y el otro...
El amable don Matías...
Lástima fuera por cierto...)
Elías.
(Y ello..., si bien se examina...
p. 35no es temerario el pronóstico.
Lo cierto es que los carlistas
no tiran con algodón.
¡Broma pesada sería
haberse muerto don Pablo
dejándome a mí per istam
sin cobrar aquella cuenta,
y en circunstancias tan críticas!)
Isabel.
(Saber la verdad anhelo...,
y tiemblo de descubrirla.)
Jacinta.
(¡Tan bizarros y morir
en lo mejor de su vida!)
Elías.
(¡Diez onzas me debe el uno
y el otro solo una fina
amistad. Si el uno de ellos
expiró, Virgen Santísima,
que sea el vivo don Pablo
y el difunto don Matías!)
Isabel.
(¡No quiero que nadie muera;
quiero que don Pablo viva,
aunque otra mujer le goce...,
y yo me muera de envidia!)
Matías.
(Dentro).
¿Dónde están?
Jacinta.
¡Qué oigo!
Isabel.
Esa voz...
Los mismos, don Matías.
Elías.
¡Amigo!
Isabel.
¡Cielos!
Matías.
¡Jacinta!
Jacinta.
¡Bien venido el vencedor!
Isabel.
¿Y don Pablo?
Jacinta.
¡Cuánto polvo!
Matías.
Apenas hace una hora
que llegué...
Isabel.
Pero...
Elías.
Usted solo...
Matías.
Solo. Yo he traído el parte
de nuestro triunfo glorioso.
p. 36En casa del general
me han tenido hasta hace poco;
he abrazado a mi familia,
y sin quitarme este lodo
vengo a saludar a ustedes.
Jacinta.
¿Y sabes que viene gordo,
Isabel? Pero don Pablo...
Isabel.
¡Ah! ¿Qué es de él? ¿Vive?
Matías.
El destrozo
del enemigo fue grande;
pero los humanos gozos
¡cuán rara vez son completos!
Jacinta.
Cómo...
Isabel.
¡Acabe usted!
Matías.
El rostro
de la fortuna no siempre
sonríe al valor heroico.
Jacinta.
¿Será posible...?
Isabel.
¡Ah! ¡Murió!
Jacinta.
¡Cumplióse el fatal pronóstico
de Froilán!
Matías.
Siento afligir
a ustedes. Su ciego arrojo...
Isabel.
¡Ay dolor! ¡Ay desventura!
(Se deja caer en una silla y llora amargamente).
Elías.
(¡Mi dinero!) ¡Pobre mozo!...
Jacinta.
Bien mi corazón temía...
Matías.
Justo es, Jacinta, ese lloro;
mas si la flor de su vida
cortó el enemigo plomo,
al menos murió vengado,
y en los siglos más remotos
vivirá inmortal su nombre.
Isabel.
¡Dios mío! ¡Salvarse todos,
y él solo morir!
Jacinta.
¡Mi Pablo!
Matías.
Persiguiendo a los facciosos
con más valor que cautela...
Isabel.
¿Y nadie le dio socorro?
Matías.
¿Y quién detiene una bala
traidora? En su ciego encono
contra la servil caterva
p. 37se desvió de nosotros
demasiado cuando ya
la columna, después de ocho
o diez horas de pelea,
necesitando reposo,
se acantonaba triunfante
en los pueblos del contorno.
Jacinta.
¡Ah! ¿Quién se lo hubiera dicho?
¡Infeliz!
Elías.
(¡Diez onzas de oro!)
Isabel.
¡Y abandonado en el monte
será presa de los lobos
su cadáver insepulto!
¡Y quién sabe si esos monstruos
ceban la impotente saña
en sus sangrientos despojos!
¡Ah!
(Queda abismada en su dolor).
Elías.
¡Qué horror!... ¿Murió sin duda
ab intestato?
Matías.
Supongo...
Elías.
(Y no tenía herederos
forzosos... ¿De dónde cobro?
¿De quién reclamo?... Ese hombre
estaba dado al demonio.
¿A quién le ocurre morirse
sin arreglar sus negocios?)
(Se sienta en otra silla junto a Isabel, y de cuando en cuando le dirige la palabra como para consolarla).
Matías.
También yo corrí peligro
de quedar allí.
Jacinta.
(Con interés).
¿Pues cómo...?
Matías.
Me pasó el chacó una bala,
y otra me alcanzó en el hombro.
Jacinta.
¡Cielos! ¿Fue grave la herida?
Matías.
No; me lastimó muy poco.
Venía cansada. Y siento
no haber caído redondo
en el campo de batalla.
Jacinta.
No diga usted despropósitos.
Matías.
Más vale morir amado
que pasar el purgatorio
en vida siendo el objeto
p. 38del menosprecio, del odio
de una ingrata.
Jacinta.
¿Y es posible
que cuando lloran mis ojos
la desgracia de don Pablo
usted me hable de ese modo?
Matías.
¡Ah! Si el muerto fuese yo,
no bañara usted su rostro
en lágrimas de amargura.
Jacinta.
¿Por qué no? ¿Soy algún tronco
insensible?
Matías.
Usted me dijo...,
burla fue; bien lo conozco,
que me amaría a no estar
comprometida con otro.
Jacinta.
Y crea usted... Pero, ¡ay Dios!,
dejemos ese coloquio.
Necesito desahogar
mi corazón en sollozos.
No debo pensar ahora
sino en mi Pablo. Aún le oigo
decirme el último adiós
tan tierno, tan amoroso...
¡Y eterna fidelidad
le juré yo! Si de pronto
aquí se alzara su sombra,
¡cuál sería mi sonrojo!
Matías.
No. Don Pablo desde el cielo
aprueba nuestro consorcio.
¿Sabe usted lo que me dijo...
(apelemos al embrollo)
cuando rompimos el fuego
contra el rebelde Canónigo?
«Tú eres mi mejor amigo,
Matías. Si cierro el ojo,
a ti dejo encomendada
mi Jacinta. Sé su esposo,
y el Ser Supremo bendiga
vuestro casto matrimonio».
Jacinta.
¿Eso dijo?
Matías.
Ah, sí, señora;
y lo dijo con un tono
p. 39de solemnidad profética
que llenó mi alma de asombro.
Jacinta.
¡Pobrecillo! ¡Ay Dios! Ahora
con más motivo le lloro.
Matías.
Yo también lloro y me aflijo,
y más cuando reflexiono,
Jacinta, que no merezco
heredar tanto tesoro.
Jacinta.
Merecerlo... ¡Ah! Sí...
Matías.
¿De veras?
Esa palabra es el colmo
de mi gloria.
Jacinta.
¿Yo qué he dicho?
Por ahora nada respondo.
La memoria de don Pablo
es un cordel, es un tósigo
que me mata. Si algún día
la paz del alma recobro...
Matías.
¡Bien mío!
Jacinta.
(Bajando la voz).
¡Ah! Váyase usted
que no estamos entre sordos.
Matías.
(Dice bien.)
Jacinta.
Usted vendrá
fatigado, y es forzoso
descansar.
(Siguen hablando aparte).
Elías.
(Se levanta).
(No me responde.
Veo que en vano la exhorto
a consolarse. Y a mí
¿quién me consuela? Hoy no como
de pena..., aunque esto no entraba
en mis planes económicos.
Vámonos de aquí.) Señora...
Matías.
Si viene usted hacia el Coso,
vamos juntos. Señoritas...
(Bajo a Jacinta).
No olvide usted que la adoro.
(Alto).
Hasta luego.
Jacinta.
Adiós, señores.
Elías.
(Otra vez yo ataré corto
al que me pida dinero.
Sin recibo... y testimonio
de no morir insolvente,
no vuelvo a prestar al prójimo.)
Isabel, Jacinta.
Jacinta.
¡Tú, Isabel, llorando así!
Me admira tu amargo duelo.
¿Habrá de darte consuelo
quien lo esperaba de ti?
Isabel.
(Se levanta).
¡Viendo en mi frente la pena
dices que admirada estás!...
Yo debo admirarme más
de ver la tuya serena.
Jacinta.
¡Ah, que es mucha mi aflicción
aunque ves mi rostro enjuto!
Isabel.
Cuando en el rostro no hay luto
no hay pena en el corazón.
Jacinta.
Sabe el cielo...
Isabel.
Sabe el cielo
que en desesperado amor
no es verdadero dolor
dolor que pide consuelo.
No hipócrita al cielo implores.
¡Aún el cuerpo no está frío
del que te dio su albedrío
y de otro escuchas amores!
Jacinta.
Siempre me amó don Matías;
y aunque en tan mala ocasión
me recuerda su pasión,
yo no sé hacer groserías.
No es culpa mía, Isabel,
que ese muchacho me quiera;
ni porque Pablo se muera
he de enterrarme con él.
Yo le amé mientras vivió.
Si el cielo cortó sus días,
y no ha muerto don Matías,
¿puedo remediarlo yo?
No es decir que esté dispuesta
a admitir amante nuevo,
aunque en justicia no debo
darle una mala respuesta.
p. 41Don Pablo, que era su amigo,
le dijo que si él moría,
y yo en ello consentía,
se desposase conmigo.
Harto en mi dolor demuestro
cuán de veras he sentido
que se haya, ¡ay de mí!, cumplido
aquel presagio siniestro;
mas yo ahora te pregunto:
si al otro llego a querer,
¿hago más que obedecer
la voluntad del difunto?
Isabel.
¿Su voluntad? ¡Impostura!
¡Maldad! Quien de veras ama,
con el amor que le inflama
desciende a la sepultura.
Si el pago que tú le das
sabido hubiera al morir,
pudiérate maldecir,
pero ¿olvidarte? ¡Jamás!
¡Así tu lengua le infama!
¿Qué amante, si de este nombre
es merecedor, a otro hombre
deja en herencia su dama?
No; que es la dulce mitad
de su alma, y en la agonía
tras sí llevarla querría
a la inmensa eternidad.
Jacinta.
Tanta exaltación me asombra
y tan extraña amargura.
¿Le amabas tú por ventura,
que así defiendes su sombra?
Isabel.
Le amaba... ¿Qué digo? Le amo,
le idolatro todavía,
y él solo me arrancaría
las lágrimas que derramo.
Él ignoró mi tormento
—¡triste ley de la mujer!—,
y ni aun pude merecer
cortés agradecimiento.
Ahora sin rubor quebranto
del silencio la cadena;
p. 42¡ahora que la dicha ajena
no turbaré con mi llanto!
Ya no temo adversa suerte,
ni rivales, ni baldón.
Sagrada es ya mi pasión.
¡La divinizó la muerte!
Jacinta.
¿Tú le amabas, Isabel?
Absorta me dejas.
Isabel.
¡Cielos!
Sin esperanza..., ¡con celos!...
¿Hay suplicio más cruel?
Y otra vez le sufriría
aunque penando muriera
porque a la vida volviera
el dueño del alma mía.
Yo infeliz no borraré
su imagen de mi memoria;
Y tú que fuiste su gloria
¡le guardas tan poca fe!
Jacinta.
Deja ya reconvenciones.
No porque celos te di
te quieras vengar de mí
con importunos sermones.
Isabel.
¡Jacinta!
Jacinta.
¡Calla por Dios!
Amar sin consuelo es duro;
mas también es fuerte apuro
el verse amada por dos.
Mujeres hay más de diez
que a dos suelen contentar;
pero yo no puedo amar
más que uno solo a la vez.
Pues basta con un esposo,
querer a dos es punible;
pero mi pecho es sensible
y no puede estar ocioso.
Iguales galanterías
debí a los dos de que hablo;
mas mientras vivió don Pablo
no quise yo a don Matías.
¿Y no será un desacierto,
si ahora de amarle me privo,
p. 43matar sin piedad al vivo
porque no se ofenda el muerto?
Su especial filosofía
cada cual tiene en secreto,
y pues la tuya respeto,
déjame en paz con la mía.
Isabel.
Isabel.
¡Alma a quien el alma di,
si a las dos nos escuchaste,
mira a qué mujer amaste!
¡Júzgala y júzgame a mí!
p. 44
EL ENTIERRO.
El teatro representa una plazuela con fachada y puerta de iglesia en el foro. Entre las casas hay una cuyo portal está abierto y alumbrado. Enfrente de dicha casa hay una barbería.
Don Froilán, don Elías, Jacinta, don Matías. (Don Matías viene delante con Jacinta de bracero; los cuatro se dirigen al portal abierto. Todos con capas).
Matías.
Mucho sufriré esta noche,
Jacinta.
Jacinta.
¿Por qué lo dices?
Matías.
Porque estás bella en extremo,
y vendrán de quince en quince
a colmarte de lisonjas
los que conmigo compiten.
Jacinta.
¿Qué importa, si solo a ti
el alma mía se rinde?
Matías.
¡Oh dicha! Solo te ruego
que no bailes con el títere
de Ferminito.
Jacinta.
Contigo
solo, mi bien.
Matías.
¡Qué felices
seremos cuando el enlace
suspirado...!
(Sigue hablando en voz baja con Jacinta. Los cuatro se han parado junto a la puerta).
Froilán.
(A don Elías).
¿Usted no asiste
al baile?
p. 45Elías.
Tengo un asunto...
Froilán.
Pues yo también pienso irme
a la ópera y volver;
porque los bailes me embisten,
aun siendo de confianza
como este.
Elías.
A tales convites
soy yo poco aficionado.
Si además de los violines
hubiese cena... Lo digo
por la broma y por los brindis.
Jacinta.
¿Qué hacemos aquí? ¿No subes?
Froilán.
Vamos.
(Entran en la casa).
Elías.
Ea, divertirse.
Don Elías.
Elías.
Hora es de entrar en la iglesia,
y aunque un funeral es triste
función, Isabel la paga,
y basta que ella me fíe
sus secretos y yo sea
su amigo y correveidile,
para acompañarla pío
hasta el postrer parce mihi.
(Las campanas tocan a muerto).
Esa fúnebre campana
me recuerda, ¡ay infelice!,
mis diez medallas difuntas;
y a fe que no se redimen
las ánimas de esa especie
con responsos ni con Kiries.
¿Y habré de rezar al muerto
después que fue tan caribe
que se llevó al otro mundo
mis pobres maravedises?
Si al menos, en justo premio
de un esfuerzo tan sublime,
ya que Isabel no me dé
su mano y su dote pingüe,
p. 46me confiriese el empleo
de su curador ad litem...
Pero en el templo me espera.
Vamos... ¡Ah! ¡Qué bella efigie!
¡Lástima de criatura!
¡Por un muerto se desvive,
cuando suspira por ella
un vivo de mi calibre!
(Al entrar don Elías en la iglesia llegan hablando don Antonio y sus amigos. Óyese otra vez la campana).
Don Antonio, don Lupercio, don Mariano. Luego el Barbero.
Antonio.
La noche no está muy fría.
No entremos, que aún es temprano.
Lupercio.
¿Dónde encenderé este habano?
Mariano.
Ahí está la barbería.
Lupercio.
Dices bien. ¡Ave María!
(A la puerta, y sale el barbero).
¿Podré encender este puro?
Barbero.
¡Señor don Lupercio Muro!
Ya sabe usted que en mi casa...
Dame esa luz, Nicolasa.
(Entra, y vuelve a salir al momento con la luz; enciende en ella su cigarro don Lupercio, y se la vuelve).
¿Va usted de baile? Seguro.
Lupercio.
Sí; subiremos después.
Barbero.
Cuidadito, que el demonio...
¡Hola! Ahí está don Antonio...
y don Mariano... (¡Qué tres!)
Ofrezco a ustedes cortés
la justa hospitalidad,
la cena, la facultad,
conversación, la guitarra...
Antonio.
(En voz baja a sus amigos).
¡No, que el oído desgarra!
Gracias, maestro. Escuchad.
(Saludan al barbero, y se pasean por la plazuela conversando en voz baja).
p. 47Barbero.
Yo celebro que en la plaza
prefieran pasar el rato,
porque entre ese triunvirato
no podría meter baza.
Tienen lenguas de mostaza,
sobre todo el cocodrilo
de don Antonio. ¿Hay asilo
que de su pico defienda
la honra? No hay en mi tienda
navaja de tanto filo.
Que hable y murmure un barbero,
eso es moneda corriente;
pero ¡ser tan maldiciente
un ilustre caballero!
Ya se ve; el ocio, el dinero...
(Se oye la música del baile).
¡Hola! El violín se hace rajas,
y entre tanto las barajas...
¡Qué inmoralidad! ¡Qué vicio!...
Mas cada cual a su oficio.
Afilemos las navajas.
(Al entrarse el barbero en su tienda aparece embozado don Pablo).
Los mismos, don Pablo.
Pablo.
Por aquí atajo camino.
Tiro después a la izquierda...
¡Oh, Jacinta, cuál va a ser
tu alegría, tu sorpresa!...
Quizá no haya recibido
mis cartas; quizá me tenga
por muerto. De todas suertes
es imposible que sepa
mi llegada. ¡Entrar de incógnito
ha sido feliz idea,
y apearme en un mesón!
Antes que llegue a su puerta
quiero besar otra vez
su adorada imagen bella.
(Saca el retrato y lo besa).
p. 48¡Bien mío! ¿Serán iguales
tu hermosura y tu firmeza?
¡Ah! No lo dudo. Volemos...
(La música no ha cesado. Las campanas vuelven a sonar).
Mas ¿qué campanas son esas?
¡Tocan a muerto! Con malos
auspicios vuelvo a mi tierra.
No he temido en la campaña
a balas ni bayonetas,
y sin poder remediarlo
esas campanas me aterran.
¡Por cierto que es miserable
la humana naturaleza!
¡A muerto, sí! En ese templo
están celebrando exequias...
¿Si entraré?... Mejor será
preguntar en esta tienda.
¡Deo gratias!
Barbero.
(Saliendo).
Adelante.
La navaja está dispuesta.
Entre usted. Le afeitaré
con primor y ligereza.
Pablo.
No lo necesito. Gracias.
Parece que en esa iglesia
hay entierro. ¿Sabe usted
quién es..., digo mal, quién era
el muerto?
Barbero.
Don Pablo Yagüe.
Pablo.
(¡Demonio!) ¿Habla usted de veras?
Barbero.
Lo que oye usted; sí, don Pablo,
natural de Cariñena,
vecino de Zaragoza,
hacendado, hombre de letras,
de estado soltero, edad
como de veintiocho a treinta,
oficial movilizado,
buen mozo, etc., etc.
Pablo.
(Peregrina es la aventura;
y el hombre da tales señas...
Lo más singular del caso
es el ser yo a quien lo cuenta.)
p. 49Barbero.
Ya nadie ignora su muerte;
ni aun los niños de la escuela.
Pablo.
(¡Bravo! Puede ser que yo
me haya muerto y no lo sepa.)
Barbero.
Parece que usted se aflige
al oír tan triste nueva.
Pablo.
¡Todas las malas noticias
que oiga yo sean como esa!
Barbero.
¡Qué dice usted! Conque un muerto...
Pablo.
Dios le dé la gloria eterna;
pero yo llorara más
la muerte de otro cualquiera.
Barbero.
¡Hombre! ¿Por qué?
Pablo.
Yo me entiendo.
¿Ha muerto aquí?
Barbero.
No. En la guerra;
en la gloriosa jornada
de los campos de Gandesa.
Murió como un Alejandro
después de hacer mil proezas.
Cargó él solo a un batallón
y le quitó la bandera.
Pablo.
¡Cáspita!
Barbero.
Treinta facciosos
le atacan; y él ¿qué hace? Cierra
con todos, y a veinticuatro
deja tendidos.
Pablo.
¡Aprieta!
Barbero.
Al fin sucumbió. ¡Qué lástima!
Un mozo de tantas prendas...
Pablo.
¡Ah! ¿Le conocía usted?
Barbero.
No, señor; y es que, a la cuenta,
se afeitaba solo. Pero
todo el mundo le celebra...
Pablo.
¡Después de muerto! ¿Verdad?
(Vuelve a oírse el son de las campanas sin cesar el de la música).
Barbero.
Yo le diré a usted...
(Los tres paseantes se paran en corrillo cerca de la barbería).
Lupercio.
Aún suenan
las campanas. ¡Pobre Pablo!
p. 50Su muerte me causa pena.
Barbero.
Justamente esos señores
hablan del muerto.
Pablo.
Quisiera
escuchar...
Barbero.
Pues entre usted
en el corro: con franqueza.
Son parroquianos y amigos.
Pablo.
No quiero yo que me vean.
Barbero.
¿Por qué?
Pablo.
Tengo mis razones.
Barbero.
Si no mienten mis sospechas
usté es pariente del muerto.
Pablo.
Algo hay de eso; sí.
Barbero.
Por fuerza.
(Cuando vi que se alegraba
de oír el requiem æternam,
dije para mí al momento:
este es de la parentela.)
Pablo.
Y allí hay música.
Barbero.
Es un baile.
Pablo.
¡Este es el mundo!
Mariano.
Mi lengua
siempre elogiará a don Pablo.
(Don Pablo aplica el oído sin desembozarse).
Antonio.
¡Qué talento aquel!
Lupercio.
¡Qué amena
conversación!
Mariano.
¡Qué donaire!
Barbero.
¿Lo oye usted?
Pablo.
Sí.
Antonio.
¡Qué nobleza
de sentimientos!
Lupercio.
Su bolsa
para todo el mundo abierta...
Pablo.
Esos que ahora le alaban
le quitaban la pelleja
cuando vivo: yo lo sé.
¡Maestro, al que está en la huesa
nadie le envidia!
(Cesa la música).
Barbero.
En efecto;
siempre oigo decir lindezas
p. 51de todos los que se mueren.
Antonio.
Dices bien. No lo creyera
de don Matías. ¡Qué acción
tan indigna! ¡Qué bajeza!
Solicitar a Jacinta...
Pablo.
(¡Qué oigo!)
Antonio.
¡Habiendo sido prenda
de su amigo y camarada!
Pablo.
(¡Ah, traidor amigo!... Y ella...
¡Oh! No; no es posible... Oigamos...
¡Ahora que más me interesa
oírlos, bajan la voz!)
(Don Froilán sale de la casa de baile, atraviesa el teatro, y al emparejar con los del corrillo le reconoce don Antonio).
Lupercio.
No vi ingratitud más negra.
Los precedentes, don Froilán.
Antonio.
¡Don Froilán! ¿Adónde bueno?
¿Ya deja usté el baile?
Froilán.
Es fiesta
que me fastidia y me apesta...
Prefiero estarme al sereno.
Diversión es el bailar
expuesta a mil contingencias.
Sus fatales consecuencias
he visto a muchos llorar.
Ya pincha como lanceta
el alfiler de un justillo;
ya se disloca un tobillo
al hacer una pirueta;
ya, por estar ajustado,
se revienta el pantalón;
ya encaja mal el balcón
y entra un dolor de costado.
El ruido, la barahúnda
le vuelven a un hombre loco...
Y no es difícil tampoco
que se abra el techo y se hunda.
p. 52Lupercio.
(Bajo a don Mariano).
Todo es triste para él.
Antonio.
¿Y las hermanitas bellas?
Allí estarán.
Froilán.
Sí; una de ellas.
Pablo.
(Cielos... ¡Oh! Será Isabel.)
Antonio.
¿Es Jacinta?
Froilán.
Justamente.
Pablo.
(¡Ah!...)
Mariano.
¿Cómo no están las dos?
Pablo.
(¡Ella baila, justo Dios,
y yo de cuerpo presente!)
Froilán.
¿Baile la otra? Ni el nombre
sufriría. Es tan adusta...
Barbero.
Pues mire usté; a mí me gusta...
(En voz baja a don Pablo. Ambos se mantienen a la puerta de la tienda algo distantes de los demás).
Pablo.
Silencio...
Barbero.
(¿Quién será este hombre?)
Antonio.
¿Y don Matías, el fiel
adorador de Jacinta?
Froilán.
Tierno está como un Aminta.
Antonio.
¿Y ella?
Froilán.
Se muere por él.
Pablo.
(¡Eso más! ¡Pérfida!... ¡Ingratos!...)
Lupercio.
Boda habrá.
Froilán.
¿No la ha de haber?
Mañana al anochecer
se celebran los contratos.
Pablo.
(Muérete ¡y verás!... ¡Ah, perra!)
Antonio.
Pero, amigo, usted confiese
que es infamia... ¡Si lo viese
el que está pudriendo tierra!
Froilán.
Sin razón se quejaría,
porque ¿qué mal hay en esto?
Nada. A rey muerto, rey puesto.
Lo demás es bobería.
(Suena otra vez la campana).
Pablo.
(¡Habrá pícaro!)
Froilán.
¡Qué diablo!...
Me aturde ese campaneo.
¿Es sermón, o jubileo?
Mariano.
No. Las honras de don Pablo.
Antonio.
Pues ¡qué! ¿Usted no lo sabía?
p. 53Froilán.
¿Qué he de saber? No por cierto.
Lupercio.
Pues ya. Sabiendo que el muerto
es don Pablo, asistiría...
Froilán.
No tal. Tengo mil asuntos...
Es muy triste un ataúd...
No poseo la virtud
de resucitar difuntos.
Pablo.
(¡Bribón! Aunque tú no quieras,
resucitaré, y tres más;
y mañana sentirás
que no haya muerto de veras.)
Froilán.
Ya al solemne funeral
el domingo asistí yo
que por su alma celebró
la Milicia nacional.
¡Dos entierros! ¡Qué boato!
¿Tanto valía su nombre?
¡Dos entierros para un hombre
que falleció ab intestato!
Barbero.
¡Qué tío!
Pablo.
¡Por Dios, maestro!...
(Haciéndole callar).
Froilán.
Y es todo en vano. Yo sé
que al otro mundo se fue
sin rezar un padrenuestro.
Él buscó su muerte; sí,
y por eso no me aflige.
Yo su horóscopo le dije
y no hizo caso de mí.
Antonio.
Pero, hombre...
Froilán.
Las ocho... Aún llego
al acto segundo. Estoy
convidado... Ea, me voy
a la ópera. Hasta luego.
Los mismos, menos don Froilán.
Mariano.
¡Qué entrañas tiene!
Antonio.
Es nefando.
Lupercio.
¡Y predica como un fraile!
Antonio.
Basta. ¿Vámonos al baile?
p. 54Lupercio.
Sí, sí. Ya estarán tallando.
(Se entran en la casa del baile).
Don Pablo, el Barbero. (Don Pablo se queda pensativo).
Barbero.
¿Sabe usted que el don Froilán
es hombre de mala estofa?
El egoísta agorero
le llaman en Zaragoza.
¡Miren qué disculpas da
para faltar a las honras
del que iba a ser su cuñado!
Y eso que, según me informan,
le hizo el muerto mil favores.
¡Pues digo, también la otra,
que al son del luceat ei
bailando está la gavota,
y con el pérfido amigo
concierta alegre la boda!
Y luego si uno murmura
dirán... (Pero no se toma
la molestia de escucharme.
Extravagante persona
es este quidam.)
Pablo.
(Estoy
por subir, y a esa traidora...
Pero más que ella me irrita
su hermano. ¡Pues no hace mofa
de mi muerte! A bien que pronto
se convertirá en congojas
y lamentos el sarcasmo
con que a los muertos baldona.
Aquí le traigo yo un récipe
que no ha de tomarlo a broma.—
Pero el castigo, aunque duro,
no satisface mi cólera.
Yo quisiera otra venganza
más directa; mía sola...
¡Ah! ¡Qué idea tan feliz!
p. 55Mi escribano Ambrosio Mora
vive al volver esa esquina;
don Froilán está en la ópera...
Voy volando...) Abur, maestro.
Barbero.
Felices noches. (Ahora
se va y me deja en ayunas...)
Pablo.
¿Oyó usted a aquella boca
excomulgada insultar
al que está bajo la losa?
Barbero.
Sí; el tal don Froilán...
Pablo.
Pues luego
cantará la palinodia.
Barbero.
¿De veras? Diga usted. ¿Cómo...?
Pablo.
Es un secreto.
Barbero.
No importa.
Vamos..., yo no lo diré...
Pablo.
Sino a toda la parroquia.
Barbero.
No tal. Yo soy...
Pablo.
Excelente
barbero.
Barbero.
Usted me sonroja;
mas...
Pablo.
Cuente usted con mi barba
si me quedo en Zaragoza.
El Barbero.
Barbero.
Por vida de Iturralde...
Yo quiero su secreto, no su barba;
y por salir de dudas
consintiera en rapársela de balde.
¡Señor! ¿Qué extraño ente
es este, que una sola Ave María
no reza por el alma de un pariente,
y luego si otra lengua
a escarnecer se atreve su ceniza,
cual si oyera a Luzbel se escandaliza?
¡Calla su nombre, oculta su semblante...,
si habla del muerto, aplica las orejas...,
y las cierra a la fúnebre salmodia!
p. 56¿Y qué le importa, en fin, que el otro cante
o deje de cantar la palinodia?
Ello, el asunto es serio.
Un embozado, un muerto, un maldiciente...
Si aclarar no consigo este misterio,
¿qué me dirá después el parroquiano?
¿Qué valdrán mi facundia y mi prosodia
si no puedo nombrar a ese fulano
ni acierto a definir la palinodia?
El Barbero, don Elías.
Elías.
(¡Hermosa criatura! Con el llanto,
que a otras afea tanto,
se aumenta de su rostro peregrino
el seductor encanto.
Por no ofender a Dios salgo del templo.
¡Oh ciegos pecadores,
de mi austera virtud tomad ejemplo!
Otro en el dulce error se obstinaría,
mas yo ni aun en la senda del pecado
abandono la sabia economía.
Ya que es pecar sin fruto
el adorar las dotes..., ¡y la dote!,
de ese hermoso portento,
pongamos al amor veto absoluto,
y demos otro giro al pensamiento.
Diez onzas... ¡Ay! Cabales
tres mil doscientos reales...
¡Fatal recuerdo! ¡El corazón le odia,
y siempre ha de venir a atormentarme!)
Barbero.
(No puedo echar de mí la palinodia.)
(Don Elías llega paseando a la puerta de la barbería. Suenan por última vez las campanas).
Elías.
Maestro, buenas noches.
Barbero.
¿Sanguijuelas?
¿Un repaso a la barba?
Elías.
No, amigo. Mi dolor...
Barbero.
¿Dolor de muelas?
Elías.
¡Ah!
p. 57Barbero.
Si hay caries, afuera; es muy sencillo.
Prepararé el gatillo...
Elías.
¡Por Dios y por las ánimas benditas!
Ya me han sacado ¡diez!... No de la boca.
¡Ojalá!
Barbero.
Pues ¿de dónde?
Elías.
¡Del bolsillo!
Óigame usted; le contaré mis cuitas.
Ese hombre a quien entierran...
Barbero.
A propósito...
Un embozado aquí que, por lo visto,
es su pariente...
Elías.
¡Ah! ¿Le dejó en depósito
alguna cantidad? ¿Es su albacea?
Barbero.
Lo contrario barrunto,
porque habló con desprecio del difunto.
Elías.
¡No hay esperanza!
Barbero.
Es hombre misterioso.
Quizá usted le conozca, don Elías.
Quizá usted que era amigo de don Pablo...
Elías.
En hora buena se lo lleve el diablo;
¡mas también mi dinero!...
Barbero.
A lo que entiendo,
él tiene trazas de mover un cisco...
Con don Froilán es toda su ojeriza.
Elías.
¡Sepultadas mis onzas en el fisco!
Al pensarlo me tiro de las greñas,
y bramo de furor.
Barbero.
Daré las señas.
Es alto, es rubio...
Elías.
No; no le perdono.
¡Su muerte fue un suicidio!
Barbero.
Militar parecía...
Elías.
¡Se ha matado
por llevarse a la tumba mi subsidio!
Barbero.
Hombre de buena edad, grueso...
Elías.
¡Mentira!
Barbero.
Perdone usted...
Elías.
¡Mentira! No he rezado,
aunque usted me haya visto, ¡mal pecado!,
salir del templo.
Barbero.
¡Dale!
p. 58¡Si yo no hablo del muerto! Hablo del otro.
Al despedirse dijo...
Elías.
Maestro, aquella tumba era mi potro,
y el duelo era un sarcasmo, una parodia...
Barbero.
Dijo que don Froilán...
Elías.
¡Pérfido, ingrato!
Barbero.
Cantaría...
Elías.
¡Ay de mí!
Barbero.
La palinodia.
Elías.
Su muerte...
Barbero.
¡Óigame usted!
Elías.
¡Es una afrenta!
Barbero.
¡Pero, hombre!...
Elías.
¡Bancarrota fraudulenta!
Barbero.
¡Oh! quedarme prefiero
con mi curiosidad.
Elías.
Yo...
Barbero.
¡Basta, basta!
¡Atajar la palabra de un barbero!
Elías.
Es que...
Barbero.
¡Maldita, amén, sea tu casta!
(Se entra en la tienda y la cierra por dentro. Cesan las campanas).
Don Elías.
Elías.
¡Cierra la puerta y me planta!
¿Qué diablos tiene ese hombre?
¿Prestó también al difunto
y perdió sus patacones?
Mas huele a cera apagada;
las campanas no se oyen...
Vamos; se acabó el entierro;
y pues yo hago los honores
funerales, despidamos
el duelo.
(Se coloca a la puerta de la iglesia, y van saliendo varias personas de luto, hombres y mujeres, a quienes saluda entre afectuoso y compungido.)
Una mujer.
Dios le perdone.
p. 59Elías.
Amén. Gracias. Caballeros...
Señoras...
Un hombre.
Felices noches.
Una mujer.
Dios le dé la gloria eterna.
Elías.
Así sea.
Un hombre.
¡Pobre joven!
Elías.
Que Dios se lo pague a ustedes...
(mejor que él a mí.) Señores...
Una mujer.
Beso a usted la mano.
Elías.
Amén...
Digo, gracias.
Un devoto.
Pater noster...
(Rezando).
Elías.
Gracias por mí y por el muerto.
(¡Qué tormento! Echo los bofes
de rabia, y tengo que hacer
cumplidos...)
Una vieja rezagada.
Ora pro nobis...
Elías.
Abur. Isabel no sale.
¿Pensará pasar la noche
en la iglesia?... ¡Ah! Ya está aquí.
Isabel, don Elías, Ramón. (Isabel estará vestida de luto; Ramón trae una linterna encendida. Suenan otra vez los violines).
Isabel.
¡Aún bailan! ¡Qué corazones!
Ten piedad de ellos, Dios mío.
Suspende el terrible golpe
de tu justicia por más
que su maldad le provoque.
Elías.
¡Oh Isabel, Isabelita!
Usted es un ángel.
Isabel.
¡Pobre
don Elías! Usté es fiel
a la amistad. ¡Alma noble,
alma sensible y piadosa!
Elías.
No merezco esos loores.
Crea usted...
Isabel.
Olvidan otros
sagradas obligaciones,
p. 60y usted que nada debía
a don Pablo...
Elías.
Yo ¿de dónde?
Al contrario...
Isabel.
Pero Dios
premia las buenas acciones.
Elías.
Yo confío en su infinita
misericordia... (¡Este postre
me faltaba!)
Isabel.
La que fue
su delicia, sus amores,
su único bien, ni aun escucha
el son del místico bronce
que anuncia su funeral.
Ceñida la sien de flores,
no deposita una sola
sobre la tumba del hombre
que la adoró. Ni un suspiro
lanza aquel pecho de roble,
sino a la grata memoria
del que iba a ser su consorte,
siquiera al sincero amigo,
siquiera al valiente joven
que el alma rindió invocando
de patria y de amor el nombre.—
Bien haces. Dios no se paga
de sacrílegos clamores.
No insultes, ¡ay!, a su sombra.
Déjala que en paz repose,
ingrata mujer; no mandes
a tus ojos que le lloren
si en otro semblante luego
se han de fijar seductores.
Más puro será mi llanto,
más veraz, y desde el orbe
celestial quizá benigno
mi Pablo amado le acoge.
Mi tálamo es su sepulcro.
Deja que en él me corone
yo sola. Yo sé que su alma
al alma mía responde,
y pues yo la he merecido
p. 61más que tú, ¡no me la robes!
(El sacristán sale de la iglesia, cierra la puerta y se retira. Sigue la música).
Elías.
¡Ah, señora! Yo tendría
un corazón de alcornoque
si no derramase lágrimas...
(por mis cuarenta doblones).
Pero al fin... ¿Cómo ha de ser?
Aunque usted gima y solloce,
Dios lo hizo. No hay esperanza
de que su fallo revoque.
Y ya han cerrado la puerta
y sopla un viento de norte...
(Isabel se arrodilla en el umbral de la puerta y cruza las manos en actitud de orar).
(No me escucha; se arrodilla
en los yertos escalones,
y orando por el difunto
estatua parece inmóvil.
¡Oh, Virgen Madre, que ruegas
por nosotros... acreedores!
¿Merece un muerto insolvente
tan devotas oraciones?)
Los mismos, don Pablo.
Pablo.
Ya ha recibido el papel;
ya es otro hombre; ya me llora.
¿Qué apostamos a que ahora
soy un santo para él?
¡Otra vez en el salón
suena la música impía!
¡Oh vil, infame alegría!
Oprobio... ¡Prostitución!
¿Y no arrojaré del pecho
al ídolo torpe, ingrato...?
(Saca el retrato, lo despedaza, y lo pisa).
¡He aquí su falaz retrato...!
Caiga a mis plantas deshecho.
Si un día fui tu cautivo,
p. 62ya no, mujer inconstante.
Quien vende muerto al amante,
vendiera al esposo vivo.
¿Qué se diría de mí
si me rindiese al dolor...?
Entierra, Pablo, al amor,
pues te han enterrado a ti.
Engañadora sirena,
te creí sincera y firme...
Pues si acierto a no morirme,
¡como hay Dios que la hago buena!
Olvidemos a la infiel;
que si airado resucito,
¿qué haré con alzar el grito?
Un ridículo papel.
Vuelva a mi pecho la calma;
y pues soy muerto viviente,
voy a ver qué buena gente
pide al cielo por mi alma.
Y a fe que, si al catecismo
doy un repaso, quizás
tampoco estará de más
que yo me rece a mí mismo.
¡Vaya que es rara aventura!
Para mí es niño de teta
el austero anacoreta
que cava su sepultura.
Más eco hará en los anales
el nombre de un ciudadano
que concurre vivo y sano
a sus propios funerales.
(Da algunos pasos hacia la iglesia, siempre embozado, y se para).
Por hoy ya no puede ser,
que la iglesia está cerrada.
Mas ¿qué veo? ¡Arrodillada
al umbral una mujer!
¿Quién será el alma bendita
que así me llora insepulto?
En este esquinazo oculto
observaré...
Elías.
¡Isabelita...!
p. 63Pablo.
¿Si será la hermana bella
de Jacinta? No. A qué asunto
suspirar por un difunto
que en su vida... ¡Pues es ella!
(El criado que se pasea silencioso con la linterna en la mano, pasa por junto a Isabel, y la reconoce don Pablo. Cesa la música).
¡La otra tan malas entrañas
y esta adorando mi nombre!
No hay como morirse un hombre
para ver cosas extrañas.
Isabel.
Sombra que amo y reverencio,
perdóname si llorosa
interrumpo de tu losa
el venerable silencio.
Pablo.
¡Qué oigo!
Isabel.
Más grata oblación
diérate la amada prenda;
mas no rehúses la ofrenda
de mi tierno corazón.
Pablo.
(Me amaba, me ama... ¡Oh portento!)
Isabel.
Si de una triste mortal
desde el trono celestial
oyes benigno el acento,
no a Dios le pidas que yo
deje, sin dejar el mundo,
el dolor veraz, profundo
que tu muerte me infundió.
No turbe, no, mi quebranto
las delicias de tu Edén;
¡que Dios ha puesto también
gloria y delicia en el llanto!
Pablo.
(¡Qué alma! ¡Y no la conocí!)
Isabel.
Pídele solo al Señor
que eterno sea el amor
con que el alma te rendí:
que nunca humana flaqueza
me conduzca a no quererte;
¡antes un rayo de muerte
caiga sobre mi cabeza!
(Calla y contemplativa alza los ojos al cielo).
Pablo.
¡No puedo más! ¡Qué pasión!
p. 64Yo llego... ¡Oh ventura mía!
(Deteniéndose).
Mas la súbita alegría
tal vez...
Isabel.
(Después de un profundo suspiro).
Vámonos, Ramón.
Los mismos, don Froilán.
Froilán.
Entremos. Aún será tiempo...
Pero la iglesia cerraron.
Pablo.
(Ya está aquí mi hombre.)
Froilán.
¡Isabel!
¡Don Elías! ¿Cómo os hallo
a estas horas por aquí?
¿Salís del entierro acaso?
¡Ah! Sí; no hay duda. Ese luto...
Parece que se ha acabado
el funeral.
Elías.
Sí, señor.
Froilán.
¡Y fue para mí un arcano!
Por qué no habérmelo dicho,
y mis ardientes sufragios...
Isabel.
¿A qué, si ya en otra tumba
le habías tú sepultado
más profunda?
Froilán.
¡Yo! No entiendo...
Isabel.
¡En el olvido!
Froilán.
¿A mi Pablo?
¿Al mejor de mis amigos?
¿A quien ya llamaba hermano?
Pablo.
(¡Para el necio que te crea!)
Froilán.
Pues ¡si le quería tanto...!
Poco he dicho. Le adoraba.
Pablo.
(No sé cómo no le mato.)
Elías.
(¡Extraña metamorfosis
por cierto!)
Froilán.
¡Tan buen muchacho...!
¡Ah...! Me nombró su heredero.
Elías.
¿Qué dice usted?
Froilán.
Aquí traigo
p. 65su postrera voluntad.
Pablo.
(Eso no, que ya he tomado
mis medidas por si muero
antes de reír el chasco.)
Elías.
¡Usted su heredero!
Froilán.
Sí.
Elías.
¿No habla de otros legatarios
el testamento? ¿O de deudas...?
Froilán.
No. Todo me lo ha dejado.
¿Qué mucho si nos unió
desde los primeros años
la dulcísima amistad
cuyos halagüeños lazos...
Pablo.
(¡Hipocritón!)
Froilán.
...nuestras almas
llenaron siempre de encantos?
Elías.
Vea usted; y yo creía...
Froilán.
¡Ay caro amigo! Este rasgo
de cariñosa bondad
hace mayor mi quebranto.
¿Qué son todos los tesoros
del mundo si los comparo
con la delicia de verte,
de hablarte?... Mi acerbo llanto
no podrá, ¡triste de mí!,
arrancarte al duro mármol
que te esconde...
Isabel.
¡Calla, impío!
¡Blasfemo, sella los labios!
Guárdate el oro que heredas
y no turbes el descanso
de aquella alma generosa,
que acaso estará penando
porque tan mal empleó
sus dádivas.
Froilán.
Ese agravio...
Isabel.
¡Calla por piedad! No me hagas
testigo del vil escarnio
con que insultas las cenizas
de tu bienhechor. Huyamos...
Pablo.
(¡Ah, qué ángel!)
Froilán.
Oye...
p. 66Elías.
Si usted
quiere servirse del brazo...
Isabel.
¡No! Sola me quiero ir.
Detesto al linaje humano.
¡Perfidia, maldad, bajeza
donde quiera...! ¡Ay, Pablo, Pablo!
Don Pablo, don Froilán, don Elías.
Pablo.
(¿Es sueño acaso? ¿Es delirio?
¡Tanto amor...!)
Froilán.
¡Qué sinrazón!
¡Qué ruin interpretación
de mi profundo martirio!
Elías.
Y en efecto, el testamento...
Froilán.
¡Ah! ¡Cuánto dolor me cuesta!
Y ahora volver a esa fiesta...
He aquí mi mayor tormento.
Mas debo forzosamente
acompañar a mi hermana.
Elías.
La herencia es más que mediana,
y usted que era ya pudiente...
Froilán.
Yo baile, ¡oh Dios!, yo concierto,
cuando mi pena es tan grave...
Elías.
Yo tenía, usted lo sabe,
relaciones con el muerto...
Froilán.
No toque usted ese punto,
que mi aflicción...
Elías.
Sin embargo...
Usted debe hacerse cargo
de las deudas del difunto.
Froilán.
¿Cuándo volverá la calma
a mi pecho?
Elías.
Él me debía
unos cuartos...
Froilán.
Noche y día
he de rezar por su alma.
Pablo.
(El diálogo me divierte.)
Elías.
Si me olvidó, no es portento,
que sin duda el testamento
p. 67Lo hizo...
Froilán.
¡Antes de su muerte!
Elías.
Ya; si...
Froilán.
¡Mi alma se destroza!
Elías.
(¡Diablo de hombre!) Yo decía...
Froilán.
Lo dejó en la escribanía
al salir de Zaragoza.
Elías.
Bien; y luego...
Froilán.
¡Amigo fiel!
Aunque venda mis camisas,
mañana doscientas misas
mandaré rezar por él.
Pablo.
(Eso me encuentro. Por Dios
que de él no esperaba tanto.)
Elías.
Mas yo le hice un adelanto...
Froilán.
¡Ah! Sí; lloremos los dos.
Elías.
Pero...
Froilán.
Con ojos serenos
¿quién ve a su amigo morir?
Elías.
Pero usted puede decir:
los duelos con pan son menos.
¿Y quién vuelve a mi escritorio
el dinero?...
Froilán.
¡Acerba llaga,
cruel!
Elías.
Alma que no paga
no sale del purgatorio.
Diez onzas...
Froilán.
No cuestan tanto
las doscientas misas.
Elías.
¡Oh!
Froilán.
A peseta...
Elías.
No hablo yo
de misas...
Froilán.
Me ahoga el llanto.
(Hablando, han llegado a la casa del baile).
Elías.
Oiga usted...
Froilán.
(Ya dentro del portal).
Ni a hablar acierto.
¡Adiós!
Elías.
Hombre...
Froilán.
¡Pobre Pablo!
Elías.
¡Me plantó! ¡Lléveos el diablo
p. 68a ti, a la herencia, y al muerto!
Don Pablo, don Elías. (Llega don Pablo por detrás de don Elías, y le toca en el hombro).
Pablo.
Tenga usted más caridad
con los difuntos.
Elías.
(Volviéndose asustado).
¿Qué voz...?
Si yo creyera en visiones
diría...
(Reconociéndole).
Sí; ¡él es! Favor...
Pablo.
¡Silencio! No soy fantasma.
Vengo...
Elías.
De parte de Dios
te digo, sombra iracunda...
Pablo.
No hay tal sombra. Vivo estoy.
Acérquese usted sin miedo.
Tenemos que hablar los dos.
Elías.
Si en el otro mundo penas
como en este peno yo,
al heredero le toca
procurar tu redención;
no a mí, difunto don Pablo;
a mí que soy tu acreedor,
a mí...
Pablo.
Basta. Sabe usted
que soy hombre de razón,
y si yo me hubiera muerto,
no lo negaría, no.
Caí herido de un balazo
en medio de la facción.
Sin duda al verme tendido
sin aliento y sin color
todos me dieron por muerto
sin más averiguación;
y como nadie después
de mí ha sabido hasta hoy,
no extraño que en mis exequias
haya graznado el fagot.
Recobrados mis sentidos
con el frío y el dolor,
p. 69medio vivo, medio muerto,
me levanté del montón.
En vano pedía auxilio;
nadie escuchaba mi voz...
Por fin llegué como pude
a la choza de un pastor.
Por buena suerte la herida
no era mortal aunque atroz.
Aquella familia honrada
tuvo de mí compasión;
y curándome en sigilo,
sin botica y sin doctor,
me libertó de las uñas
de Tristany o Caragol.
Recobradas ya mis fuerzas,
mi marcha emprendo veloz
de regreso a Zaragoza,
y hoy llego a puestas de sol
para reír desengaños
de este mundo pecador.
Elías.
¡Es posible! ¡Ah! Mi alegría...
Pablo.
Usté es un hombre de pro.
Usté ha rezado en mi entierro...
Elías.
¡Oh! Sí; con mucho fervor.
Pablo.
Y gracias por su cristiana
misericordia le doy.
Solo a usted me he descubierto...
Elías.
Usted me hace sumo honor...
Pablo.
Mas nadie sepa que vivo
hasta mejor ocasión.
Usted sabrá mis proyectos,
y cuento con su favor
para llevarlos a cabo.
Elías.
Sabe usted que siempre estoy
a su obediencia... A propósito:
el papel que se quedó
sin firmar... Aquí lo traigo.
Si a la luz de ese farol
(El que habrá en el portal de la casa donde se baila),
quisiera usted... Pediremos
un tintero...
Pablo.
¿No es mejor
p. 70que se venga usted conmigo
y le daré en el mesón
las diez onzas consabidas,
los réditos y otras dos
en muestra de gratitud?...
Elías.
¡Oh, qué bello corazón!
Pablo.
Justamente ya ha debido
cobrar mi administrador
unas letras...
Elías.
No es decir
que yo tenga prisa, no.
Solo por acompañar
a usted... (¡Dios de Sabaot,
no me le mates ahora!
¡Cumpla su buena intención!)
Pablo.
Vamos...
Elías.
Abríguese usted.
(Componiéndole el embozo de la capa. Don Pablo tose).
¡Cuidarse! — ¿Qué es eso? ¿Tos?
Pablo.
No es nada.
Elías.
Es que usté estará
delicado; y el pulmón...
Pablo.
(Riéndose).
Cálmese usted, don Elías,
que mi palabra le doy
de no morirme otra vez
sin pagarle.
Elías.
(¡Óigate Dios!)
p. 71
LA RESURRECCIÓN.
La decoración del acto segundo.
Don Pablo, don Elías. (Entran con precaución. El teatro está oscuro).
Pablo.
Si alguno nos ha observado...
Elías.
Solo lo sabe Ramón,
y ese es de satisfacción.
Puede usté entrar descuidado.
Jacinta está de jolgorio
con su novio y los amigos
que servirán de testigos
para el impío casorio.
Luego que apuren los platos
del opíparo banquete
vendrán a este gabinete
para firmar los contratos.
Pablo.
Isabel...
Elías.
No fue posible
hacerla entrar en la fiesta.
La maldice y la detesta
como sacrilegio horrible.
Pablo.
¡Pobrecilla! ¿Y don Froilán?
Elías.
Muerto está de pesadumbre;
mas, ya se ve; la costumbre...
la etiqueta, el qué dirán...
Pablo.
Al bien y al mal se acomoda
esa frase; y ¿qué ha de hacer
quien por fuerza ha de escoger
entre un duelo y una boda?
Elías.
Ya, pero, entre el mundo y Dios,
don Froilán gime... y devora;
luego apura el vaso... y llora;
y así cumple con los dos.
Pablo.
¿Está todo preparado?
Elías.
Todo como usted desea.
Pablo.
Sentiré que alguien me vea.
p. 72Elías.
¿Cómo? En un cuarto excusado...
Pablo.
Quisiera un instante hablar
con Isabelita... Pero
prepárela usted primero.
Elías.
Entiendo. Voyla a buscar.
Pues llevan largo el convite
y Ramón está advertido,
fácil será...
Pablo.
Siento ruido...
Elías.
Traen luces... ¡Al escondite!
(Don Pablo corre a esconderse en el cuarto del foro y cierra por dentro las vidrieras. Ramón trae luces).
Don Elías, Ramón.
Elías.
¿Ha visto alguien a don Pablo?
Ramón.
No, señor; nadie le ha visto.
Elías.
¡Vete, y silencio!
Ramón.
No chisto.
Elías.
Se va a desatar el diablo.
Don Elías.
Elías.
¡Por hacer aquí el rufián
dejo la opípara mesa...!
Pero servir me interesa
al escondido galán.
¿Qué no he de esperar de ti,
difunto que expresamente
resucitas complaciente
solo por pagarme a mí?
¡Y con qué rumbo! Ea, pues;
busquemos a Isabelita
y anunciemos la visita...
Mas ¿quién se acerca...? Ella es.
Don Elías, Isabel.
Isabel.
¿Qué hace usted tan solo aquí?
Elías.
Señora, no es de mi gusto
esa infame bacanal,
y aquí me estoy hecho un búho
contemplando las flaquezas
p. 73y aberraciones del mundo.
¿Dejarán la mesa pronto?
Isabel.
No sé.
Elías.
Desde aquí descubro...
(Mirando por la puerta de la izquierda).
Los postres sirven. — No acaban
ni en veinticinco minutos.
¡Qué contraste! Ellos riendo,
¡y usted vestida de luto!
Isabel.
Y quizás de mi aflicción
se mofan.
Elías.
¡Atroz insulto!
¡Y acaso aún están calientes
las cenizas del difunto!
Isabel.
¡Ah!
Elías.
Si apareciese ahora
entre ellos vivo y robusto
el mismo a quien juzgan muerto,
como figuras de estuco
se quedarían.
Isabel.
¡Ay, Dios!
Elías.
¿Y qué maravilla? Algunos
suelen tornar a la vida
desde el borde del sepulcro.
Isabel.
No con vanas ilusiones
aumente usted mi profundo
dolor.
Elías.
No quiero decir
que Dios, aunque sea sumo
su poder, haga un milagro,
y se alcen a mis conjuros
los que descansan en paz;
pero, señor, yo pregunto,
¿quién da fe de que haya muerto
don Pablo? Un parte confuso...,
la declaración verbal
de un amigo infiel, perjuro...
Isabel.
Y otros ciento que en el campo
le vieron yerto, insepulto;
y los facciosos también
le contaron en el número
de los muertos. Si él viviera
no podría estar oculto
p. 74su destino tantos días.
¡Nunca se verán enjutos
mis ojos! ¡No hay esperanza!
Elías.
Pues yo la tengo y la fundo
en razones poderosas.
¡Oh! ¡Cómo de esos renuncios
se cometen en los partes!
¿No ha afirmado más de uno
la muerte del Serrador,
de Cabrera y otros tunos,
que han multiplicado luego
muertes, incendios y estupros?
Bien pudo caer don Pablo
herido en el campo y pudo
salvarse después... En fin,
aunque parezca un absurdo,
yo creo... yo tengo datos...
Isabel.
¡Ah! ¿Cuáles son?
Elías.
Dios es justo...
Isabel.
¡Insensata! ¿Cómo puedo
esperar...?
Elías.
Si de su puño
enseñase yo una carta...
Isabel.
Basta, basta. Yo no sufro
que usted se burle de mí
tan cruelmente.
Elías.
No me burlo.
Vive don Pablo.
Isabel.
¡Oh Dios mío!
¿Será posible?
Elías.
Lo juro.
Isabel.
¿Dónde...?
Elías.
Baje usted la voz.
Si no temiera que un susto
repentino...
Isabel.
No; mi gozo...
Venga esa carta...
Elías.
Presumo
que usted daría más crédito
a un testigo... y me aventuro
a presentarlo...
Isabel.
¿A quién? ¡Cómo...!
Elías.
Usted le conoce mucho.
p. 75Isabel.
Yo... ¿Dónde está?
(Junto a la puerta del foro, que había entreabierto don Pablo).
Elías.
Salga usted.
El momento es oportuno.
Don Pablo, Isabel, don Elías.
Pablo.
¡Isabel!
Isabel.
¡Ah!... ¡Pablo mío!
(Al verle grita y retrocede asustada, y después de un instante de silencio le abraza con la mayor ternura).
¿Es posible que te ven
mis ojos? ¡Pablo! ¿Tú vives?
Mi alma se anega en placer.
¡Dios de bondad! Si es delirio,
muera yo dichosa en él.
Mas no; mis brazos amantes
le están estrechando. ¡Él es!
(Avergonzada se desprende de los brazos de don Pablo, y baja los ojos).
(¿Qué estoy diciendo, insensata?
¡Oh rubor...!) Perdone usted...
Elías.
(Observando a la puerta).
Ya han retirado los postres
y las copas de Jerez.
Pablo.
Isabel, ese cariño
que en el alma grabaré
viene a endulzar la amargura
de un desengaño cruel.
Isabel.
Dios sabe con qué aflicción
tu muerte, Pablo, lloré...
Elías.
Ya recogen la vajilla.
Ya levantan el mantel.
Pablo.
Aunque por muerto me dieron,
de mis heridas sané.
Otra me han hecho en el alma.
Yo la curaré también.
Isabel.
¡Pablo!...
Pablo.
¡Hermana de mi vida!
Isabel.
(¡Hermana!... ¡Ay de mí!)
Pablo.
Isabel,
p. 76tú sola sabes que vivo.
Otros lo sabrán después.
¿Querrás por breves instantes
guardarme el secreto fiel?
Isabel.
Lo guardaré; mas ¿qué intento...?
Elías.
Ya están tomando café.
Pablo.
A ese contrato nupcial
presente quiero que estés.
Isabel.
¡Tú lo exiges!
Pablo.
Y no importa
que les des el parabién.
Yo se lo doy desde luego;
y ya jamás fiaré
ni en lisonjeros amigos
ni en palabras de mujer.
Isabel.
(¡Qué oigo!)
Pablo.
¡En la tumba se aprende
mucho!
Elías.
¡Que ya están en pie!
Pablo.
Adiós... Yo seré más cauto
por si me muero otra vez.
(Se entra en el cuarto del foro, cerrando las vidrieras).
Isabel, don Elías.
Elías.
¡Confidente y centinela
de mi rival! ¡Por usted,
solo por usted haría
tan subalterno papel;
papel que entrará en el fárrago
de deuda sin interés!
Isabel.
(Sin oírle).
¡No me ama! ¡Infeliz de mí!
Mas al fin no le veré
en los brazos de Jacinta.
Y si otra me roba el bien
que el alma anhela... ¡No importa!
¡Perezca yo, y viva él!
Los precedentes, don Froilán, Jacinta, don Matías, don Antonio, don Lupercio, damas, caballeros. (Toman todos asiento en varios grupos. Don Matías, Jacinta con otras damas y caballeros a un lado; don Lupercio con p. 77los demás convidados a otro; don Antonio junto a don Froilán; don Elías e Isabel a un extremo).
Matías.
Adentro. Sin ceremonia.
Jacinta.
Tomen ustedes asiento.
Lupercio.
¡Oh, que está aquí don Elías!
Elías.
Buenas noches, don Lupercio.
Matías.
¿Cuándo viene ese notario?
que en verdad, ya me impaciento
esperándole.
Jacinta.
Ya poco
puede tardar.
Matías.
Mira: luego
que se firmen los contratos
conyugales, bailaremos.
Una señora.
Sí, sí; un poquito de baile.
Un caballero.
Y será el día completo.
Froilán.
(Aparte con don Antonio).
Esa boda se va a hacer
bajo auspicios muy funestos,
don Antonio.
Antonio.
¿Qué se yo?...
Se quieren y están contentos...
Jacinta.
(Aparte con don Matías).
Por fin ya nos favorece
mi hermana. ¡Pero qué gesto!
Y es un insulto el entrarse
aquí con vestido negro.
Matías.
Como es tan sentimental,
no me admiro...
Jacinta.
Pues yo creo
que tiene más de envidiosa
que de santa.
Matías.
Y aun por eso,
a falta de otro galán,
se resigna a los obsequios
del buen don Elías.
Jacinta.
Siempre
tuvo ruines pensamientos.
Una dama.
(En voz baja).
¿Qué dote lleva la novia?
Lupercio.
No es gran cosa. Seis mil pesos.
Isabel.
(Aparte con don Elías).
¿Cuáles serán los designios
de don Pablo?
Elías.
Es un secreto,
señorita; y como yo
de económico me precio,
p. 78quiero ahorrar las conjeturas,
pues al fin he de saberlo.
Froilán.
(Aparte con don Antonio).
Es un cargo de conciencia;
sí señor; y yo no debo
autorizar...
Antonio.
¡Bobería!
Los que se casan son ellos,
no usted.
Froilán.
¡Casamiento horrible!
Antonio.
Peor sería no hacerlo.
Froilán.
¡Don Pablo amaba a Jacinta!
Antonio.
Sí señor...; pero se ha muerto.
Froilán.
Don Matías fue su amigo.
Antonio.
Ya; pero no es su heredero.
Froilán.
¡Yo lo soy a mi pesar!
Antonio.
¡Cómo ha de ser! Ya lo veo.
Froilán.
Mis lágrimas...
Antonio.
Yo también
las vertería... a ese precio.
Matías.
Ya está aquí el notario. ¡Viva!
Los precedentes, el Notario.
Notario.
Buenas noches, caballeros.
Una señora.
(Aparte a don Lupercio).
Ese curial incivil
no saluda al bello sexo.
Matías.
Vamos; ¿vienen ya extendidos
los contratos?
Notario.
Sí por cierto.
No falta más que firmar;
los contrayentes primero
y los testigos después
en sus respectivos huecos.
Froilán.
(A don Antonio bajo):
Ese hombre, que para mí
es una especie de cuervo,
despierta en mi corazón
atroces remordimientos.
Notario.
Si ustedes me lo permiten,
calo las gafas y leo...
Matías.
¡No, por Dios! ¿A qué cansarnos
con este eterno proceso?
Notario.
No tal. Yo soy muy lacónico.
Tendrá veintisiete pliegos...
p. 79Matías.
¡Misericordia...! ¡Una pluma!
(Llega a la mesa y la toma).
¿Da usted fe de que en efecto
me caso con la que adora
mi corazón?
Notario.
Por supuesto.
Con doña Jacinta...
Matías.
Basta.
Firmo como en un barbecho.
(Firma).
Froilán.
(Tapándose los ojos).
¡Ah! ¡Qué horror! ¿Y sufro yo
tan bárbaro sacrilegio?
Elías.
(A Isabel).
¿Qué le ha dado a don Froilán?
Suspira; se pone trémulo...
Notario.
Ahora la novia.
Jacinta.
(Se acerca a la mesa).
Volando,
que mi gloria cifro en esto.
Froilán.
¡No puedo más!
(Se levanta, y se acerca también a la mesa).
Jacinta.
¿Dónde?
Notario.
Aquí.
Froilán.
¡Detén en nombre del cielo
esa mano temeraria!
¿Olvidas tus juramentos?
¿Menosprecias tu opinión?
¿No sabes que hay un infierno
para los perjuros? ¡Ah...!
Matías.
¿Qué dice ese majadero?
Froilán.
¿Vas a casarte con otro
cuando la sangre del muerto
está humeando? Aun escucho
las campanas de su entierro...
Jacinta.
¡Eh! ¿Quieres dejarme en paz?
Un caballero.
Ese hombre ha perdido el seso.
Una dama.
(A don Antonio).
¡Qué hipocresía!
Antonio.
¡La herencia!
Elías.
(A Isabel).
Cómo soy que me divierto.
Matías.
Ea, firma, y no hagas caso
de un fastidioso agorero.
Jacinta.
Sí; el corazón me lo manda...
¿Aquí...? (No sé por qué tiemblo.
¡Ánimo!) (Firma). Ya está.
Froilán.
¡Gran Dios!
¡Ella ha firmado! ¡Esto es hecho!
p. 80¡Ah! ¿Qué sería de ti,
falsa mujer, si del centro
de la tumba aquí se alzase
don Pablo y con voz de trueno...?
Matías.
¡Oiga...!
(Todos los interlocutores a excepción de Isabel ríen estrepitosamente).
Lupercio.
¡Donosa ocurrencia!
Una dama.
¡Qué visionario!
Un caballero.
¡Qué necio!
Antonio.
Se nos viene con sandeces
del siglo décimo-tercio.
Matías.
No hablaba usted de ese modo
dos días ha.
Froilán.
Me arrepiento...
Elías.
(A Isabel).
Oportuno es el sermón.
Parece que está de acuerdo
con don Pablo. Mas ¿qué aguarda,
que no sale del encierro?
Froilán.
Don Matías, no es la herencia
la que ha obrado este portento.
Mueve mi labio divina
inspiración. Yo preveo...
Matías.
¡Eh! Basta ya de simplezas,
que estamos perdiendo el tiempo.
Concluyamos... ¡Los testigos!
Notario.
Don Antonio Mollinedo...
Antonio.
(Va a la mesa y firma).
Servidor. Sea mil veces
en buen hora.
Notario.
Don Lupercio...
Lupercio.
Allá voy...
(Firmando).
Y con el alma
y la vida lo celebro.
Notario.
Don Elías Ruiz...
Elías.
(Va y firma).
Presente.
Sea enhorabuena, y laus Deo.
Notario.
Hemos concluido.
Pablo.
(Dentro).
¡No!
¡Falta un testigo!
(Sorpresa general).
Matías.
¿Qué es eso?
Jacinta.
¿Qué voz...?
Froilán.
Por allí ha sonado...
Matías.
¿Quién es el testigo?
(Óyese una fuerte detonación en el cuarto del foro; ábrese la puerta y aparece don Pablo cubierto de pies a p. 81cabeza con un manto blanco. Un vivo resplandor rojizo alumbra el cuarto de donde sale).
Pablo.
¡El muerto!
Los precedentes, don Pablo.
(Al aparecer don Pablo retrocede Jacinta aterrada; las demás señoras chillan, y una o dos se desmayan en brazos de los caballeros que las rodean; don Froilán se queda extático; don Elías suelta la carcajada, y hace notar a Isabel los gestos de los demás; don Matías calla, entre dudoso y amostazado; don Antonio y don Lupercio dan muestras de admiración, y el Notario se esconde detrás de la mesa).
Jacinta.
¡Cielos!
Notario.
¡Oh!
Matías.
¡Don Pablo!
Froilán.
¡Es él!
Elías.
¡Lindas figuras!
Una dama.
¡Qué espanto!
Froilán.
¡Yo no lo dije por tanto!
Jacinta.
¡Aparta, sombra cruel!
Un caballero.
Señora...
(Abanicando a una que está desmayada).
Una dama.
(Volviendo del desmayo).
¡Qué horrible vista!
Un caballero.
(Yo tengo más miedo que ella.)
Elías.
(Aparte a Isabel).
La tramoya ha estado bella.
¡Se ha portado el polvorista!
Jacinta.
(¡La imagen de mi conciencia
veo en su rostro fatal!)
Froilán.
(Si es aparición, tal cual;
si está vivo, ¡adiós la herencia!)
Jacinta.
Yo confieso mi locura,
Pablo, y te pido perdón.
Matías.
¡Locura!
Jacinta.
Ten compasión
de una frágil criatura.
A tus plantas...
(Va a arrodillarse, y don Matías la detiene).
Matías.
¡Eso no,
por vida de san Matías!
¿Tú a sus plantas? ¡No en mis días!
Él ha muerto, y vivo yo.
p. 82Y nos veremos las caras,
pues ya se firmó el concierto,
si quiere meterse el muerto
en camisa de once varas.
Ni él ha muerto; no hay tal cosa;
que si difunto estuviera
no alzara así como quiera
la yerta y pesada losa.
Yo no le disputo a Dios
el poder de hacer milagros;
mas los muertos están magros,
y este abulta como dos.
Le quisiste vivo, es cierto;
y ahora a mí. ¡Norabuena!
Eso no vale la pena
de resucitar a un muerto.
Si él ha muerto, ¿qué hace aquí?
Vuelva al panteón profundo...;
y si vive para el mundo,
muerto sea para ti.
En fin, que viva o que muera,
tuyo no ha de ser jamás.
Veremos quién puede más;
él muerto, y yo... calavera.
Pablo.
No he muerto, gracias al cielo
(Soltando el manto y dando algunos pasos),
ni por una infiel y un loco
quiero exponerme tampoco
a dar la vida en un duelo.
Que perdone este mal rato
pido a la tertulia toda,
pues mal sienta en una boda
el funeral aparato;
pero hombre de calidad,
cuya muerte es tan sentida,
justo es que vuelva a la vida
con cierta solemnidad.
Conozco que algún menguado
en esta cómica escena
más me quisiera alma en pena
que muerto resucitado;
pero si alguno desea
ser pasto a la muerte avara,
p. 83yo no: ya he visto su cara
y me parece muy fea;
y puesto que debo tanto
al Sumo Hacedor, no es justo
que por dar a nadie gusto
me vuelva yo al camposanto.—
Mis quejas no escucharán
los amigos fementidos;
no; porque a muertos y a idos...
Conocido es el refrán.
Que matan los desengaños
dice la gente... No a mí,
que como muerto los vi,
no han de abreviarme los años.—
Nada de rencor, Matías.
Querer a una dama hermosa
más que a un fiel amigo, es cosa
que se ve todos los días.
Siempre amor en tal pelea
ha de triunfar; esto es cierto;
y más si el amigo ha muerto
y la dama pestañea.
Yo la quise..., tú la quieres...
Tuya debe ser la bella,
pues yo he muerto para ella
y tú por ella te mueres.—
Ni a ti, Jacinta del alma,
culparé. ¿Con qué derecho
pidiera yo a tu despecho
una tumba y una palma?
Se olvida al galán más pulcro
vivo, lozano, fornido,
y ¿no ha de echarse en olvido
al que yace en el sepulcro?
El amor en nuestros días
como el Fénix se renueva,
que ya no hay almas a prueba
de balas y pulmonías.
Yo te creía más firme;
mas si otro me reemplazó,
la culpa me tengo yo.
¿Quién me mandaba morirme?
Matías.
No haya duelo. ¿En qué lo fundo
p. 84si no hay rival a mi amor?
Mucho aplaudo el buen humor
con que vuelves a este mundo.
Jacinta.
Pablo, la sorpresa..., el gozo...
Pero... ya ves..., he jurado...
(Después que ha resucitado
me parece mejor mozo.)
Pablo.
Señoras, cese ya el susto,
que si lo causo viviente,
me moriré de repente
estando sano y robusto.—
¿Y el notario fugitivo
adónde fue?
Notario.
(Sacando la cabeza).
Me escondí...
Pablo.
Ea, salga usted de ahí
a dar fe de que estoy vivo.
Aquiete usted la conciencia,
que, a fe del nombre que tengo,
del purgatorio no vengo
a tomarle residencia.
¡Don Lupercio! ¡Don Antonio!
De ustedes muy servidor.
Hasta ahora, aunque pecador,
no me ha llevado el demonio.
Antonio.
Yo lloraba...
Pablo.
Sí, por cierto.
Lupercio.
Yo...
Pablo.
Como hablan las paredes,
ya sé que me han hecho ustedes
justicia... después de muerto.
¡No era tan feliz mi suerte
cuando vivo...! ¿Conque soy
un ángel ahora? Doy
muchas gracias a la muerte.
Ruego a ustedes, pues advierto
que me va mejor así,
que siempre que hablen de mí
se figuren que estoy muerto.
Antonio.
(Aparte a don Lupercio).
¡Pullas, después que en mil puntos
su elogio hicimos ayer!
Ya no se puede tener
caridad... ni con difuntos.
Pablo.
Don Froilán, siento en verdad
p. 85decir a un amigo fiel
que el consabido papel
no es mi postrer voluntad.
Froilán.
Es acción muy baladí
que perdonarse no puede
el resucitar adrede
para burlarse de mí.
(Risa general).
Señores, nada de risas,
que es sobrada impertinencia
despojarme de la herencia
y quedarse con las misas.
Elías.
Agorero cejijunto,
justo es que a Dios satisfagan
herederos que no pagan
los créditos del difunto.
Era insigne mala fe,
riendo de mi abstinencia,
comerse, amén de la herencia,
lo que yo economicé.
No era usted quien merecía
tanta dicha, alma de Anás,
Tartufo... No digo más...
Matías.
¿Por qué...?
Elías.
Por economía.
Froilán.
Por vida...
Pablo.
Tenga usted calma.
Yo las misas pagaré...,
a no ser que quiera usté
que se endosen a su alma.
Lea usté ahora en desquite
esta carta que Melchor
me dio...
Froilán.
Sí; mi arrendador
de la hacienda de Belchite.
(Toma la carta, la abre, y la lee para sí).
Isabel.
(Después de una breve pausa).
¿Qué será?
Matías.
Le tiembla el pulso...
Antonio.
Gime...
Elías.
Un color se le va
y otro se le viene...
Froilán.
¡Ah!
Jacinta.
Mira al cielo...
Lupercio.
Está convulso...
p. 86Froilán.
¡Cruel, funesta noticia!
¡Desventurado de mí!
¡Yo esperaba el bien ajeno,
y pierdo el mío! ¡Infeliz!
¡Me ha arruinado, me ha perdido
la infame facción servil!
Me ha subastado el aceite,
me ha saqueado el maíz,
me ha destruido el molino,
me ha secuestrado el redil.
A mí, que no me metía
con liberal y servil,
y ni he sido diputado,
ni prócer, ni alcalde, ni...
Si hasta los neutrales tienen
su hacienda y vida en un tris,
¿quién quieres, aleve príncipe,
que te doble la cerviz?
Ya es crimen la indiferencia.
¡Guerra! ¡Un fusil! ¡Un fusil!
¡Traidor don Carlos! La sangre
siento ya en mi pecho hervir.
Yo moriré peleando
o me vengaré de ti.
Los precedentes, menos don Froilán.
Jacinta.
¡Dios mío!
Isabel.
¡Pobre Froilán!...
¡Funesta guerra civil!
Pablo.
Le está muy bien empleado.
¡El cielo castigue así
a todo infame egoísta
que a la patria ve gemir
y ni acude a sus miserias,
ni la defiende en la lid!
Volviendo a lo de la boda,
en buen hora sea mil
y mil veces. Yo también
me caso.
Isabel.
(¡Ay!)
Jacinta.
¿De veras?
p. 87Pablo.
Sí.
Si ustedes quieren mañana
a mi contrato asistir...
Isabel.
(¡Mañana!...)
Las damas.
(A Jacinta, mostrando todas mucha curiosidad).
¿Quién...?
Antonio.
(A los caballeros, que forman también corrillo).
¿Quién será?...
Matías.
¿Quién es la novia feliz?
Dime...
Pablo.
Son amores póstumos.
No es la novia que escogí
de este mundo.
Matías.
Alguna momia...
Pablo.
No. Fresca como el abril.
¡Flor de mi tumba!, ¿por qué
tan tarde te conocí?
Isabel.
(Me mira... ¡Ah! ¡Cómo palpita
mi corazón!)
Antonio.
Pero en fin...
Jacinta.
(¿Será Isabel?...)
Una señora.
¿No sabremos...?
Pablo.
Aunque a su gracia gentil
sabe hermanar la modestia,
su nombre puedo decir,
que pues la ofrezco mi mano,
no la alejará de sí
quien ya me dio el corazón.
(Isabel no puede reprimir su agitación).
La señora.
(Aparte a las otras).
Hacia aquí mira, ¿advertís?
Pablo.
¡Ah! Sí. Ya anuncia mi dicha
en su labio de carmín
la sonrisa del amor.
La señora.
(¡Yo soy! Me ve sonreír...)
Pablo.
Y esa mirada... ¡Isabel!
(Acercándose a ella, y presentándola la mano).
Isabel.
¡Pablo mío!
(Tomando la mano de don Pablo, y reclinando la cabeza en el pecho del mismo como para ocultar el exceso de su gozo).
La señora.
(Con un suspiro y abanicándose).
(¡No era a mí!)
p. 88Antonio, Lupercio, Damas, Caballeros.
¡Isabel!
Matías.
(A Jacinta).
¡Era tu hermana!
Elías.
(¡Ya llegó mi San Martín!)
Matías.
¿No dijiste que tu esposa
no era de este mundo?
Pablo.
Sí.
Mujer de un alma tan pura,
cuya virtud sin igual
compite con su hermosura,
es un ser angelical,
no es humana criatura.
Mujer de tanta virtud,
mujer de amor tan profundo
que en su tierna juventud
se inmolaba... ¡a un ataúd!...
no pertenece a este mundo.
Yo, que su ventura anhelo,
ya no me juzgo habitante
de este miserable suelo;
que Isabel me mira amante
y sus brazos son... ¡el cielo!
Isabel.
Yo que te lloré en la losa;
yo, que con verte, no más,
me tenía por dichosa,
¿qué haré ahora que me das
el dulce nombre de esposa?
Pablo.
¡Cuán de veras lo mereces!
¡Dichosa muerte mil veces!
Muérete ¡y verás!, Matías...
Matías.
¡Lindo regalo me ofreces!
Pablo.
¿Qué dice usted, don Elías?
Elías.
Que el mundo es un entremés,
don Pablo.
Matías.
Es cierto.
Lupercio.
Así es.
Antonio.
Para aprender a vivir...
Elías.
No hay cosa como morir...
Pablo.
Y resucitar después.
FIN DE LA COMEDIA.